martes, 31 de julio de 2012





AURELIA SONSOLES, UNA ALCALDESA REDONDA

CAPÍTULO 2.- UNA INAUGURACION POLÉMICA

 Aurelia tenía un amplio despacho oval con balcón sobre la plaza mayor. Lo primero que hizo tan pronto tomó posesión de la alcaldía fue cambiar todas las cortinas por unas de cretona con grandes flores estampadas. Los visitantes, al abrir la puerta soltaban un irreprimible ¡oooh! Tenían la impresión de adentrase en la jungla. En uno de los rincones tenía una jaula con unos canarios que le había regalado Pío XII, tan tímidos y discretos que nunca piaban. En el otro extremo, había a un loro parlanchín que ella misma había domesticado con mucha paciencia. A pesar de sus esfuerzos, lo que mejor imitaba el loro eran los ronquidos de su dueña. Así que Aurelia cargó con fama de dormilona pues cuando no roncaba ella, lo hacía el animalito por su cuenta.
- Fermín, deja de roncar y teclea un rato  -le ordenaba al loro que imitaba a la perfección la máquina de escribir, incluido el movimiento del carro y el timbre- ¡Jesús, van a pensar que aún estoy durmiendo la siesta!
- Tac, tac, tac…  -tecleaba el loro sin parar.
- No tan de prisa, hombre; y pasa el carro. Hazlo como Amelia: 58 pulsaciones por minuto.
Sobre la mesa de trabajo, atiborrada de papeles y expedientes, Aurelía, como los ministros, tenía algunas fotografías familiares. Una de sus hijos que, ya sólo de verlos en el papel, se vislumbraba lo trastos que eran. Otra de su marido, con grandes bigotes y cara de aburrimiento.
Cuando aquella mañana entró en su despacho el sargento municipal, la alcaldesa cogió la foto de su marido y la arrojó al fondo del cajón; y sacó otra del papa Pío XII dando miguitas de pan a unos pajarillos, con dedicación autógrafa e indulgencia in articulo mortis.
- Señora alcaldesa  -se cuadró ante ella y le guiñó el ojo-, la comitiva espera.
- Al momento, querido.
Aurelia sacó de otro cajón un secador del pelo y se dio unas cuantas pasadas; luego, para fijar su sansónica cabellera, hizo que el sargento la pulverizase con abundante laca.
- ¿Qué tal, Casimiro?  -y, sin esperar respuesta, se miró en un espejo de aumento que tenía camuflado bajo unos expedientes.
- ¡Estás como un tren!  -y se lamió de gusto su labio leporino.
- Tú que me miras con buenos ojos  -acompañó estas palabras con una lánguida y sensual caída de párpados y sus pestañas, excesivamente cargadas de rimel, se le pegaron. Casimiro llamó a la secretaria y entre los dos lograron abrirle los ojos.
Puesta de pie, Aurelia era casi tan baja como sentada; esto creaba situaciones embarazosas, sobre todo en los consistorios.
- Siéntense, siéntense, por favor.
- Usted primero, excelencia.
Aurelia tenía que levantarse, dar unos saltos y sentarse de nuevo: “ahora estoy de pie, ahora estoy sentada”. Los concejales más fieles, para no sobrepasar la altura de Aurelia, solían permanecer de rodillas durante las sesiones.
Precedida del sargento y seguida de Amelia, su secretaria, la alcaldesa descendió con gravedad los escalones de mármol. Al pie de la escalinata, la esperaban, formados, dieciséis municipales con sus bicicletas.
- ¡Que llega el ovni!  -susurró uno de ellos. El mote, aunque parezca lo contrario, no era despectivo; de ese modo cariñoso la habían bautizado años atrás sus compañeros.
Subió Aurelia a su bicicleta, que apuntaron entre tres; y partieron todos. En aquel preciso momento, sonaron los timbales, anunciando la presencia de la alcaldesa.
Las calles del itinerario, como era habitual en tales desplazamientos, estaban recién barridas y baldeadas. A la primera de cambio, resbaló una bicicleta y el agente se vino abajo. Sus compañeros, como mandaban las ordenanzas, siguieron adelante, pasándole por encima. Como medida de precaución, en la comitiva siempre iba un médico. Sobre la marcha, cosió las heridas del accidentado.
Tiempo después, viendo los estragos que el uso de las bicicletas causaba en los municipales, se adoptaron medidas precautorias: casco obligatorio en vez de la boina y el triciclo en lugar de la bicicleta bípeda. Pero eso ocurrió mucho después, cuando la alcaldesa ya llevaba 32 agentes enterrados.
Los niños de las escuelas llenaban las aceras. Antes, se les proveía de banderitas, pero hubo que desistir dado los tuertos que quedaban tras cada inauguración. Aquel día lucían globos que ellos mismo hinchaban.
- Soplad, soplad  -les animaba Aurelia, sin dejar de pedalear-. Ya veréis cómo se os ensanchan los pulmones.
- Cuánto habrá soplado la tía para tenerlos como los tiene  -comentó un crío desvergonzado.
Los globos había que inflarlos a pleno pulmón, pues desde que Aurelia se enteró por la televisión de que peligraba la capa de ozono, prohibió el uso de aerosoles y cualquier otro gas expansivo, incluso el hilarante.
- En nuestro término municipal no permitiremos ni un solo agujero negro  -zanjó tajante en un pleno del consistorio.
Llegada la comitiva a la plaza, la alcaldesa subió al estrado de autoridades.
- Sin novedad, señora alcaldesa  -le dijo el sargento Casimiro- Sólo cuatro agentes y sus bicicletas han sido arrollados por el camino.
El sargento la miraba fijamente con uno ojo, y con el otro estaba pendiente del provocativo trasero de una azafata.
- Casimiro, tu ojo  -le susurró Aurelia, mientras cariñosamente intentaba enderezárselo.
- ¡Coño, que me sacas el bueno!  -gritó el sargento, cogiéndose el de cristal y dándole un bocado a su mano regordeta.
Gracias a la habilidad que tenían los técnicos del Ayuntamiento para crear ecos, los asistentes pudieron escuchar, al menos seis veces seguidas, la exclamación del sargento Casimiro.
El cónsul francés que estaba invitado al acto por razones de vecindad, ya que vivía en un chalet cercano al de la alcaldesa, le comentó:
- Mi queguida Auguelia, c’est un carrefour, n’est pas?
Lo dijo, sin duda, porque la plaza mayor, donde se iba a inaugurar la estatua, estaba endiabladamente cruzada por dieciocho líneas de autobuses.
- C’est vrai, mon cher ami, mais nous navons in otre lieue.
El monumento al que se refería la alcaldesa estaba completamente cubierto por una lona.
- Le monimant tiene la figuir de una butifarra.
- ¿Butifarra? Atandez a que nous elevons la cuberture.
La banda municipal interpretó el himno de la ciudad. Aurelia se puso la mano al pecho, al modo como lo hacen los presidentes americanos, pero la imagen que daba era la de una rolliza matrona a punto de amamantar a una colonia de refugiados. El director de la banda, al verla en aquella pose, perdió varias veces el ritmo de su batuta; y a punto estuvo de sacarle un ojo al del bombo.
- Chiiissss  -impuso silencio el teniente de alcalde.
Su prolongado resoplido por el micro produjo ecos y contra ecos, de modo que el pirotécnico creyó que el sonido lo producía el cohete de aviso. Ni corto ni perezoso, prendió la mecha a los fuegos artificiales y empezaron a subir al cielo desde los cuatro costados de la plaza.
- Mira que te lo tengo dicho  -bramó la alcaldesa a su segundo-. Que sea la última vez que vengas sin los dientes de delante.
Como no hubo más remedio, se alteró el orden de los actos. Tras el disparo del castillo, vinieron los discursos. En primer lugar, tomó la palabra el escultor que había realizado la escultura.
- Excelentísima señora, ediles egregios  -y, agradecido, guiñó un ojo a su cuñado, presidente de la comisión de festejos y jardines, que le había proporcionado el encargo-, ciudadanas y ciudadanos…
Como si hubiese sido el principio del fin, la ciudadanía comenzó a abandonar la plaza. Impertérrito al desaliento, siguió el artista:
- Cuando por mis méritos personales se me encomendó esta obra…
- Cuñadísimo, enredador, lameculos  -comenzó el público a apedrearle.
El helicóptero encargado de retirar la lona, como no fue advertido a tiempo de los cambios producidos, comenzó a tirar de la cuerda y dejó al descubierto el monumento.
- ¡C’est un grande chaussette!  -se asombró el cónsul francés al ver aquel descomunal amasijo de hierros, pintados de vivos colores.
- Mais oui, cet un gran calsetín hiperrealist  -le explicó Aurelia, muy satisfecha.
- Percibo un extraño olor a camembert. ¿Usted no?
- Mais oui. Ya le he dicho que es un calcetín hiperrealista. Mire allá -y le señaló el agujero que había en el dedo gordo del calcetín-, allí tiene instalado un artilugio que intermitentemente lanza un líquido pulverizado.
El hedor a pies era tan real y tal la repulsa del público que el artista se vio en la obligación moral de suicidarse allí mismo. Empuñó el arma reglamentaria que le prestó el sargento y se dispuso a hacerse justicia.
- No te apresures  -le detuvo Casimiro- que las cámaras de televisión no te están enfocando.
Cuando los focos le prestaron atención, blandió el revolver con estrafalario gesto.
- Puesto que este inculto pueblo no sabe valorar mi arte, me mataré. Muero siendo un incomprendido.
Sus frases lapidarias fueron recibidas con indiferencia.
- ¡Que se mate, que se mate!  -gritaba la plebe enfebrecida, tapándose las narices.
- Vosotros lo habéis querido.
- ¡Venga, tío, déjate de rollos y acaba de una vez!
El artista se metió el cañón de la pistola en la boca con tan mala suerte que le dieron arcadas. Doña Aurelia, que por no perder detalle se había colocado en primera fila, recibió todo el vómito.
- Me has puesto perdida  -le recriminó, sacudiéndose.
El pueblo seguía reclamando la cabeza. El artista lo intentó de nuevo; esta vez apuntando a su parietal derecho. Quitó el seguro, levantó con dignidad la cabeza al cielo y vio al helicóptero que seguía revolteando como buitre carroñero.
- ¡Que se mate, que se mate!  -vociferó la gente, dándole ánimos.
El artista adoptó la pose del romántico suicida.
- O terra, addio; addio, valle di pianti…
A todos pilló de sorpresa su habilidad par el bel canto. Se hizo un gran silencio, y don Melquíades, el director de la banda, intentó acompañarle.
- ¡Carlos! ¡Carlos!  -corrió al estrado su mujer- No lo hagas; piensa en nosotros…
Carlos, embebido en su papel de Radamés, no la oía. Subió la mujer al tablado tan acalorada y de prisa que se les desparramaron los dos kilos de tomates que llevaba en la bolsa. Carlitos, que corría detrás de su madre, espachurró un tomate con tan mala fortuna que cayo y se abrió la cabeza.
- Sogno di gadio che in dolor savani…  -seguía cantando con el arma apoyada en su sien.
- ¡Desgraciado!  -gritó su mujer- deja de hacer el tonto.
- Un médico, por favor  -se requirió por megafonía.
La alcaldesa quiso interesarse por el muchacho que, tendido sobre el asfalto, bramaba como un potranco. Arrodillada al borde del estrado, se inclinó; y el sargento, cuyo campo de visión era reducido, la empujó sin querer. Aurelia y su bolso cayeron al suelo. Los médicos que atendían al muchacho, lo dejaron a medio vendar y fueron a socorrer a la primera autoridad. Le desabrocharon la blusa, pero no fue posible auscultarla porque dos inmensas moles impedían que se le aplicase el fonen. Los médicos decidieron pedir una ambulancia. Corrió uno de ellos a la cabina telefónica más cercana.
- ¡No funciona!  -gritó airado al ver cómo se había tragado sus monedas.
Una bella azafata, que anunciaba Dios sabe qué producto, le sonreía: “No lo diga, escríbalo”, decía ella, mostrándole unos dientes blanquísimos. Al ver tanta incuria, los ciudadanos, hartos de pagar impuestos, incluso el de la iglesia católica, montaron en cólera. La guardia municipal tuvo que proteger a un empleado de la Telefónica que, subido a una escalera, andaba desarreglando las líneas. La gente, enfurecida, quería lincharlo y empezó a zarandearle la escalera. Viendo que por teléfono no se adelantaba nada, se pidió por los altavoces un voluntario que fuese corriendo al hospital y trajese la ambulancia. Los voluntarios fueron muchísimos. Aprovechando la coyuntura el concejal de deportes improvisó un minimaratón.
- Atención, atención  -escupieron los altavoces de la plaza-. Los voluntarios para la ambulancia que pasen por el estrado.
En cuartillas escritas con betadine, se confeccionaron unos dorsales provisionales que se fueron pegando a las espaldas de los participantes. El concejal arrebató el arma al suicida, muy decaído por el poco caso que se le hacía, y dio el pistoletazo de salida. Mientras tanto, la alcaldesa, ya repuesta del susto, guardó sus encantos respiratorios, ayudada discretamente por las manos de hábiles cirujanos.
- Mi Vuitton, mi Vuitton  -reclamó, ansiosa.
- Eh voilà  -se lo entregó el señor cónsul.
Nerviosa, sacó un peine y se atusó el pelo. La laca pudo más y el peine quedó sin dientes.
- ¡Vaya por Dios!
Muy veloz debió de correr el dorsal 33 pues al cabo de hora y media llegaba la ambulancia. Subieron a Carlitos, se olvidaron del tuerto del bombo y la alcaldesa se resistió. Restablecido el orden, el público volvió a pedir la cabeza del artista, pero éste, muy alicaído, ya se había retirado a su casa.
Aurelia, visiblemente baldada, con el rimel corrido y sus pestañas despegadas, se acercó al micro. Un municipal se apresuró a manipular el soporte y dejarlo a su altura; por mucho que lo bajó no fue suficiente. La alcaldesa optó por cogerlo con la mano.
- Ciudadanas y ciudadanos  -dijo con el gracejo varonil que embelesaba a sus seguidores-, el calcetín hiperrealista que acabamos de inaugurar tiene múltiples significaciones...
- Aurelia, que te pierdes  -le avisó discretamente Casimiro.
- Puede que tengáis razón  -corrigió sobre la marcha- y el artista haya abusado en eso del olor nauseabundo.
- Síííí  -se oyó un sí larguísimo como surgido de una sola garganta.
- Puede que no estéis al tanto del arte post-corrupcional hiperrealítico; por eso os pido un poco de paciencia. Ya veréis cómo, con el tiempo, acabáis por acostumbraros… Y, ahora, ¡todos al autobar!
El autobar era un invento de Aurelia. Se trataba de un camión cisterna (camión nodriza, más bien) de 20.000 litros de capacidad y 150 grifos por banda. Según la época del año y la circunstancia del evento, se llenaba de cerveza o de horchata. La bebida era gratuita y se podía beber a discreción. Se producían largas colas y, como es natural, líos y altercados. A pesar de los inconvenientes, el autobar tenía muchas más ventajas. La alcaldesa, al ver correr los ríos de horchata y el barullo y las bofetadas que se daban, sonrió beatíficamente:
- En el fondo, son comos niños  -comentó con una pizca de malicia a su secretaria- A todos les gusta chupar del bote.




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