viernes, 20 de julio de 2012


AURELIA SONSOLES, UNA ALCALDESA REDONDA

 Capítulo 1.- NACE UNA ALCALDESA

 Aurelia nació en su ciudad natal, en la calle de San Paulino de Nola. Nació tan pequeñita y esmirriada que sus padres, al no tener incubadora a mano, la metieron en un capazo entre algodones y botellas de agua caliente. Gracias a mantener a raya al gato que siempre andaba merodeando, la niña pudo medrar.
Con el paso de los años, Aurelia creció a lo ancho más que hacia arriba. La explicación de este desarrollo esférico había que buscarla no tanto en los genes de sus progenitores, bajitos y rechonchos, sino en la dieta. De haber habido en aquel tiempo “productos bífidus”, otra Aurelia nos hubiese cantado.
En el parvulario, los niños la confundían frecuentemente con un balón y Aurelia volvía a casa con las narices chorreando sangre.
- ¿Qué pasa con mi Aurelín?  -se quejaba su madre, doña Asunción.
- Mire, señora  -le aconsejó sor Gertrudis, la parvulista-, será mejor que no la vista de rojo chillón, así evitaremos accidentes a la hora del recreo.
Aurelia era una marmota, durante horas y horas permanecía sentada en la silla de enea que le había regalado su padre. Sólo despegaba el culo de la silla para subirse a ella y desde esa altura desafiar a sus compañeros. Los otros niños le pusieron de mote “calienta sillas”. Ese prurito de permanecer pegada a la silla no desapareció con el tiempo, y preocupó seriamente a sus padres. Un día doña Asunción fue con la niña y su silla al psicólogo.
- ¿Qué le pasa a esta chiquitina?  -el doctor le hizo una carantoña.
- Mire, doctor…  -y con cara apenada levantó las faldas de la niña.
El doctor se agachó para una inspección ocular.
- ¡Cómo!  -exclamó extrañadísimo y miró con prevención a la madre- No quisiera alarmarla, pero parece que esté gangrenada…
- ¿Gangrenada? No hombre, no. Lo que pasa es que se habrá hecho caca.
Al doctor le molestó que la madre tuviese mejor ojo clínico, masculló algunas palabras y se fue a rebuscar en los libros de su despacho.
- Aquí está  -volvió con un libro, pasando y repasando páginas. Al fin, dio con lo que buscaba y comenzó a leer-. Según los últimos descubrimientos en el campo de la Metempsícosis Aplicada, los niños que de mayores se dedicarán a la política pasan su infancia pegados a una silla. Su mayor o menor éxito futuro se puede prever y medir por el grado de apego culeril manifestado en la infancia. Los arqueólogos ya descubrieron en el primer Neolítico un extraño artilugio con todas las características de lo que andando el tiempo fue la “silla con orinal incorporado” ¿Me sigue, doña Asunción?  -la mujer que no entendía nada asintió y continuó el médico- En la Segunda Revolución Neolítica, detectaron una “silla-excusado” mucho más perfeccionada. En los pocos ejemplares que han llegado hasta nuestros días, esa silla infantil se completa con un antepecho a modo de rudimentario pesebre con unas tiras de sonajas y cachivaches con las que los niños se entretenían. Lo que demuestra que, ya en el Neolítico, los “niños-politicos” no despegaban el culo de la silla para nada. Sentados en su silla, comían, descomían y jugaban  -saltó unos cuantos párrafos y fue al que le pareció más sustancial-. El profesor Vicenzo Cagannalis describe el síndrome del “homo politicus” como una pasión erótico-vital difusa de quien siente que “va perdiendo el culo”. De ahí su miedo cerval a que le quiten la silla.
Cerró de golpe el libro y con el polvo estornudaron madre e hija.
- ¿Qué tiene mi Aurelín, doctor? ¿Es grave?
- Me atrevería a pronosticar que su hija sufre una sede-adición cular en estado primario.
- ¿Y eso qué es?  -preguntó muy alarmada la madre.
- Como le decía, esta clase de niños no pueden vivir sin una silla. Para que me entienda: Aurelia no tendrá más ilusión en su vida que permanecer con su culo pegado a una silla, a un sillón, a una poltrona…
- ¡Ay, Dios mío, qué desgracia la mía! ¿Cómo va Aurelín a tomar así su primera comunión.
- No llore, señora. Que se la den sentada.
- ¿Y esa enfermedad es grave? ¿No se puede curar?
- Según se mire, señora. La enfermedad es incurable pero no es grave… Como todo el tiempo estará sentada o procurará cómo hacerlo, a Aurelia le espera una vida muy descansada… Son 15.000 ptas. No le haré factura y así se ahorra el IVA.
Aurelia tenía abundante y blonda cabellera donde, al igual que la de Sansón, parecía residir todo su ímpetu, que no era poco. Los chicos pronto intuyeron el secreto y, para amansarla, le tiraban de las trenzas.
Aurelia fue medianamente aplicada, a lo que ayudó no poco su sedentarismo congénito. Le fastidiaban las asignaturas que necesitasen de razón y lógica. Lo suyo era la imaginación y la fantasía. Los profesores le encomendaban las fiestas de fin de curso, convencidos de que las dejaban en buenas manos. Siempre les sorprendió por su originalidad y desorganización. Perteneció al club de los “patos mansos”. Un día de excursión por la montaña, Aurelia cambió todas las pistas y el grupo, despistado, siguió de buena fe los caminos indicados hasta que uno a uno se fue despeñando. Aurelia que, a pesar de todo, tenía buenos sentimientos, esperaba a sus compañeros abajo con el botiquín abierto. Años más tarde, ya empoltronada en el ayuntamiento, se divertiría gastando estas mismas bromas a sus concejales.

                                    *                      *                    *

Aurelia dejó sus estudios muy pronto, cosa que sus profesores del Instituto agradecieron en extremo y convencieron a sus padres de la sensata determinación de su hija.
- El cociente intelectual de la muchacha es alto  -dijeron para consolarlos- y, según los tests realizados, Aurelia es apta para las ciencias especulativas.
- ¡Ajá!  -exclamó el padre muy complacido- No sabía yo que la especulación fuese una ciencia.
El padre de Aurelia tenía un campo de patatas cerca de la ciudad, que apenas le producía beneficio alguno. Un día se fue al ayuntamiento a pagar la contribución rústica. A pesar de haber madrugado, se encontró con una cola kilométrica.
- ¿El último?  -preguntó.
- Usted mismo, señor  -le respondió una mujer que se entretenía haciendo calceta.
La cola avanzaba muy lentamente, de repente se produjo un parón.
- ¿Qué pasa?  -preguntó don Onofre, el padre de Aurelia, que ya llevaba tres horas de interminable espera.
- Es la hora del café  -le dijeron- Cómo se nota que usted no viene mucho por aquí.
Los funcionarios del Ayuntamiento, como si hubiese sonado la alarma de los incendios, salieron en tromba y se dispersaron por la plaza.
Mientras estuvo en la cola, don Onofre tuvo tiempo de sobra para enterarse de muchas cosas sobre el Negociado de Solares y Urbanismo. Así fue cómo descubrió la existencia y funcionamiento de la especulación urbana. Y a este oficio burocrático quiso que se incorporase su hija.
- No hay necesidad de preparar oposición alguna  -le quitó a su hija todo recelo.
Cada jueves Aurelia acudía al Ayuntamiento. Al principio hacía cola ante el Negociado de Solares y Urbanismo como todo el mundo. A poco, sin embargo, tuvo acceso directo al Salón de los planos, donde sólo los hijos de los especuladores de confianza podían entrar. La sala estaba empapelada con grandes planos que reproducían a gran escala las áreas de la ciudad y su término municipal. Reinaba un profundo silencio y sólo faltaba el olor de incienso para rematar la atmósfera de iglesia que exhalaba el Negociado.
Los meritorios (y en esa categoría se encontraba la rechoncha Aurelia) permanecían respetuosamente de pie, cara a los planos, sopla que te sopla, cada uno donde tenía sus intereses.
- ¡Joder!  -se quejaba uno- Llevo tres días soplando en el solar de los jesuitas, y no me cae esa breva.
- No te desesperes, hombre  -le consolaba su vecino que estaba soplando en otra parte-. A veces los del Ayuntamiento fijan las tramas con demasiado pegamento y no hay manera. Yo estuve soplando ocho semanas sin descanso para despegar una de la Avenida de los Hermanos Maristas; y casi acabo tuberculoso. ¡Lo conseguí al fin!
- ¡Qué chollo, tío! Ahí habrás ganado un pastón de muchos kilos.
- No me puedo quejar; pero los verdaderos chollos se encuentran en el Negociado de Basuras. Ahí sí que se gana el dinero a espuertas.
- ¡No me digas!
- Si uno no tiene aprensión de meter las manos en la mierda, se forra.
- Silencio, por favor  -amonestó desde su pupitre el bedel-, que los urbanistas están modificando el plan parcial A/3.
- ¡Arrea!  -no pudo contenerse otro meritorio-. Ahí tenemos nosotros unos solares. Voy a decírselo a mi padre.
Cada jueves había un gran ajetreo en el Negociado de Solares y Urbanismo. Ese día los especuladores de élite se sentaban a la mesa con los arquitectos municipales. Y se ponían a rediseñar por enésima vez la ciudad del futuro. Se reestructuraban y modificaban los planes generales y zonales. No había ninguno que resistiese la acometida de los codiciosos. Las zonas verdes y de servicios, de un plumazo, se recalificaban en zonas residenciales; los edificios, puesto que el cielo quedaba tan arriba, se estiraban y se estiraban como un chicle…
- Esos terrenos  -señalaban en el plano- los podríamos dedicar a parque para que los vecinos de ese barrio no se nos quejen.
- No me fastidies, Eufrasio, que ahí tengo yo 40.000 metros cuadrados. ¿Por qué no lo ubicáis en aquella otra parcela?
- ¿Y qué hacemos con la iglesia que nos hemos comprometido levantar al señor obispo?
- Él ya tiene bastante. A la chita callando, va registrado a nombre del obispado todas las ermitas de la provincia… No sé para qué quiere tanto inmueble, si se está quedando sin feligreses.
- Que atesore, que atesore; tarde o temprano llegará un Mendizábal cualquiera que arramblará con todo. ¡Nosotros nada tenemos que perder!
Unas risotadas subrayaron ese comentario que, por venir de un católico de comunión diaria, hizo mucha gracia.
Todos, especuladores y arquitectos municipales, trabajaban con ahínco y, llevados por la misma causa, pronto se ponían de acuerdo.
- ¿Cuántas alturas puedo levantar aquí?
- Ocho como máximo, que la calle es muy estrecha.
- Veinticuatro, Eufrasio, de lo contrario no saco para el solar.
- Dieciséis; y 90.000 duros al cazo.
- Serás ladrón…
- Cabrón, como los demás; no te jode.
Terminado el debate, se despegaban con cuidado de los planos las retículas correspondientes. Y donde había tramas verdes, con las que se designaban los parques y zonas no edificables, se colocaban las de color marrón, que indicaban las zonas residenciales.
Los especuladores de media capa, que no podían intervenir directamente en la configuración urbana de la ciudad, se contentaban con las migajas. Todos sabían que sobre los planos había retículas o tramas con poco pegamento… Ahí, precisamente, entraba en juego la labor de los meritorios. Sopla que sopla, hasta que se desprendía una retícula, caía al suelo, la barrían, desaparecía y, por obra y gracia de azar, ¡un solar sin valor quedaba automáticamente recalificado!
Aurelia Sonsoles, gracias a Dios, estaba dotada de buenos pulmones; tan es así que se le propuso a su padre que tocase el bombardino en la banda municipal, pero don Onofre prefirió dedicarla al Negociado de Solares. Al poco tiempo, no hubo retícula o trama que se le resistiese.
- Don Eufrasio  -preguntaba con simulada inocencia, después de soplar sobre una retícula del plano definitivo-, ¿los solares de la parcela G/38 son edificables?
- Vamos a ver  -respondía con no menos fingida naturalidad el otro-. Yo diría que esa parcela era zona verde no edificable… Pero, no. Posiblemente la recalificamos en la última junta.
El arquitecto municipal extendía el correspondiente certificado y don Onofre, el padre de Sonsoles, en menos que canta un gallo se embolsaba 700.000 duros.
- ¡Qué suerte tiene tu padre, monina!  -y le dio una palmada en el trasero- ¡Dios mío, tienes culo para poltrona de alcalde!
Gracias a la capacidad pulmonar de Aurelia y a su soplo expeditivo, don Onofre se enriqueció más y más. Llegó a especulador de élite, de los que cada jueves compartían mesa con los arquitectos municipales, y durante años presidió la real archicofradía de San Dimas y San Nicanor.
A esta honorable congregación pertenecían sólo los especuladores profesionales. Los estraperlistas y demás ralea de chanchulleros y mercachifles intentaron más de una vez ingresar en ella pero el padre de Aurelia siempre lo impidió.
- ¡Hasta ahí podíamos llegar!  -rechazó por enésima su solicitud- La nuestra es una asociación respetable, ¿cómo se atreven esos mentecatos?
El día de Corpus, los cofrades de San Dimas y San Nicanor ocupaban un sitio de honor en la procesión, inmediatamente detrás de los señores canónigos, a la vera de la custodia.
- Ahí llegan los de San Dimas  -se persignaba la gente con respeto al verlos pasar vestidos de frac y con sus blandones encendidos, saludando a diestra y siniestra.
Durante los años que el señor Onofre presidió la cofradía, Aurelia, con teja y mantilla, fue la portadora del estandarte.
- Y ésa quién es!  -se preguntaban, al verla pasar con su cabezón cardado al estilo francés del Rey Sol.
- Es la hija de don Onofre Sonsoles y Millet.
- ¿Es catalana?
- Un respeto, por favor.
- Lo decía por el apellido de su madre…
En honor a la verdad hay que reconocer que los especuladores de entonces poco tenían que ver con los de ahora. Aquéllos formaban un gremio serio, con sus estatutos y porcentajes pactados, con cuentas A y B claras, sin trampas ni borrones; nada de ingeniería financiera ni evasión de capitales. ¡Y libros de actas! Se enriquecían sin pausa, es verdad, pero sin prisas; tenían toda la vida por delante. Ahora, con los arribistas, todo son prisas. Como si los solares y el dinero de las arcas públicas fuesen a escasear. Para mayor complicación, los envidiosos difaman profesión tan honorable; y, por menos de nada, acusan a los especuladores de soborno, cohecho, prevaricación y otras guirindainas que don Onofre jamás escuchó ni hubiese sabido descifrar. Don Onofre, especulador chapado a la antigua, no se aclimató a los nuevos tiempos. Nunca comprendió por qué el dinero que él ganaba tan limpiamente hubiese que blanquearlo.
- ¡Dios, mío!  -exclamaba católicamente dolido- ¡Qué ganas de complicar las cosas estos masones descreídos!
Así que un día, incapaz de acomodarse, se metió en la cama.
- Hija  -le dijo a Aurelia con la mano en el corazón-, los especuladores honrados sobramos en este mundo de mercaderes sin escrúpulos. Dame la reliquia de San Dimas.
Don Onofre se abrazó al brazo incorrupto del Buen Ladrón y, para ahorrar gastos a la familia, decidió morirse de una embolia cerebral. A título póstumo, las autoridades civiles y religiosas premiaron al último especulador de la vieja escuela con la gran cruz de San Críspulo el Aeropagita. Sus restos descansan en la catedral junto a los del venerable obispo Simón López. Antes de que el féretro paterno descendiera a la fosa, recubierta de mármoles, Aurelia Sonsoles alzó el brazo y, cara al sol poniente que entraba por las vidrieras, gritó con voz trémula y varonil:
- A Dios pongo por testigo que no daré descanso a mi cuerpo hasta que me siente en el sillón de la alcaldía  -seguidamente, porque no todos podían verla, se subió a una silla- El rudo cañón retumba/ y el alcalde se aterra/ y al suelo le falta tierra/ para cubrir la paterna tumba.

                               *                       *                      *

Llegada la temporada de las elecciones, los barrios de la ciudad se llenaron de verbenas y jolgorios. Banderitas, farolillos y caretos por todas las esquinas. Los candidatos echaban sus discursos en el teatro, en la plaza de toros, en los atrios de las iglesias… Algunos, con pies descalzos y zamarra al hombro, hacían extrañas peregrinaciones y se fotografiaban abrazados a Santos y Vírgenes, única tabla de salvación capaz de salvarles del sufragio universal. Como actores consumados, quien más y quien menos trataba de hacer creíble su programa. La gente, boquiabierta, contemplaba la agilidad de saltimbanqui de algunos; la destreza de cambiar de chaqueta de otros; la habilidad para demostrar la cuadratura del círculo de todos.
- No al aborto, sí a la vida  -gritaba como un energúmeno un político que había montado su tablado a la puerta de la catedral. Tanto énfasis ponía que asustaba a los niños.
Los canónigos, al ver la blandura del discurso, lo denunciaron a la junta electoral por competencia desleal y ocupación ilegal de lugar sagrado.
El pueblo acudía de acá para allá. Escuchaba poco, enredando con los globos que le daban; entendía menos; no creía nada ni a nadie y pasaba de todo.
Aurelia Sonsoles no pertenecía a partido alguno, no tenía programa y carecía de medios y de seguidores. Optó por aprovecharse de los mítines de los demás. Cuando un orador, enardecido, echaba promesas y más promesas como si su boca fuese el cuerno de la abundancia, iba Aurelia y soplaba polvos de picapica. Comenzaban los estornudos en cascada.
- Parece que me he resfriado  -decía el orador que no paraba de estornudar-. ¿Qué hacemos?  -con la mano amordazaba el micro y pedía socorro a su recua de asesores.
- En situaciones como ésta, lo mejor es rezar el santo rosario  -le sugería el meapilas de su equipo.
- Pero eso es cosa de la derecha.
- Pues tú verás.
- Santo rosario, por la señal  -decía con voz untuosa el orador, pegada su boca a la alcachofa.
Otras veces, Aurelia subía sigilosamente a la tribuna y cuando el orador, campechano, descamisado, de pelo en pecho, estaba más confiado lanzando índices y porcentajes (que nadie entendía) y hablaba de crecimientos, aceleraciones, desaceleraciones, recesiones, inflaciones, paquetes, brotes verdes, flecos, gobernanza… o bien se entretenía en escupir endiabladas siglas como AEI, OU, UEA, PIB, PAB, BUP, KK, SNUPI…
- BLA. BLA. BLA  -gritaba ella, arrebatándole el micro- A la vi, a la va, a la vista está: Sonsoles, Sonsoles y nadie más.
Con el empujón, el político con pañuelito rojo atado al cuello quedaba fuera de juego; y lleno de vergüenza se escabullía. La gente valoró mucho la intrepidez de Aurelia y el modo contundente de dejar sin argumentos a sus adversarios. “Imaginación al poder” fue su grito de guerra; y pronto lo repitió todo el mundo, y apareció esgrafiado por todas las paredes de la ciudad. “Imaginación” garabateado con jota y con ge para dar a entender que ella era independiente y no se sometía a dictamen alguno. “Aurelia, una mujer, nuestra alcaldesa ha de ser” comenzaron a vocear por las calles sus partidarios que cada vez eran más. “Toca arriba, toca abajo, Aurelia no tiene badajo”, se mofaban los seguidores de los otros partidos, que viendo el peligro que se avecinaba, hicieron frente común.
- Machistas, machistas  -abucheaban las feministas de Aurelia-. No queremos badajos ni bemoles, queremos el pito de Sonsoles.
Después de la reñida confrontación electoral, en la que por vez primera el pueblo tomó partido, llegaron las votaciones. Aurelia Sonsoles arrasó en las urnas; y nadie se explicaba que al día siguiente todos alardeasen de vencedores. Proclamada vencedora, se fijó el sábado siguiente para la toma de posesión.
La plaza mayor apareció abarrotada de gente. Todo el mundo, agitando sus pancartas y banderas, jaleaba gozoso a la nueva alcaldesa: “Ni tirios ni troyanos, Sonsoles para el pueblo llano”.
- Déjenme pasar, por favor  -gritaba Aurelia, a golpe de timbrazos.
Había llegado montada en su bicicleta y era dificilísimo abrirse paso en medio de aquella marea humana.
- ¿Dónde va esta loca?  -se quejó una mujer a la que hizo un destrozo en sus medias.
- Déjenme pasar, por favor, que soy Aurelia Sonsoles y llego con retraso.
Iba con los pelos esponjados y la cara arrebolada como hogaza recién salida del horno. Una banda de colores con un lazo enorme cruzaba su pechera como si la hubiesen envuelto para regalo. Iban tan peripuesta que era irreconocible. Por fin, sorteando mil obstáculos, Aurelia y su bicicleta llegaron al ayuntamiento. También allí tuvo problemas. Sus antiguos compañeros no la reconocieron.
- Oye, Gumersindo  -dijo con tono socarrón el agente de puerta por su transistor, sin quitarle ojo de encima-, aquí tenemos a una extraterrestre que dice ser la nueva alcaldesa.
- Pídele la documentación, carajo.
- Su carnet de identidad, señora.
- Nunca lo llevo encima.
- Pues el de conducir.
- No lo necesito  -y señaló su bicicleta.
- Al menos llevará encima el de su videoclub.
Aurelia echó mano a su enorme bolso rojo que parecía un baúl. A los agentes les pareció tan descabellado que decidieron cachearla.
- Aboque aquí ese costal  -ordenó sin miramiento el más veterano.
- ¿Qué es esto?  -preguntó alarmado el municipal más joven y señaló con precaución lo que le pareció un arma.
- ¡Mi secador del pelo, señor agente!  -respondió Aurelia, cortante.
- ¡Aurelia!  -exclamaron al unísono los guardias- ¡Qué cambiada estás! Si no es por el secador, no te reconocemos.
Le tomaron la bici, la arrimaron a la pared, se le cuadraron y la escoltaron escaleras arriba hasta el salón de los espejos, donde todo estaba a punto para el relevo. Se leyó el acta, Aurelia subió al estrado para recibir del alcalde saliente la vara y el fajín. La banda resultó tan corta que no le daba la vuelta. Aurelia, que no se arredraba por nada, dijo a Rufino Sastre que intentaba lo imposible.
- Pónmelo en el cuello y acaba de una vez, caramba.
Todos aplaudieron momento tan solemne. Con el fajín al cuello a modo de escapulario y la vara de borlas en la mano, salió la investida alcaldesa al balcón. Los de abajo apenas veían un gran lazo moverse por encima de la barandilla.
- ¡Que se vea, que se vea!  -gritaba el pueblo insistentemente.
Dos municipales corrieron y trajeron la escalerilla de la biblioteca. Aurelia se subió, y el pueblo aplaudió a rabiar.
- Se siente, se siente, Sonsoles está presente  -aulló la masa enfervorizada.
- ¿Cómo me voy a sentar, si de pie no me veis?
- ¡Que humor tiene la tía, hay que echarle huevos!  -comentó un nuevo concejal.
Como era costumbre, acto seguido, se formó la procesión para ir a la catedral a cantar un solemne tedeum. A Aurelia le pasaron unas cuerdas por debajo de las axilas y la bajaron desde el balcón a la calle. Tiesa como bacalao al sol y los brazos extendidos, fue descendiendo lentamente al son del himno nacional. La gente lloraba de emoción como si presenciara el Santo Descendimiento. Ya en tierra, la nueva alcaldesa rechazó el coche descubierto y reclamó su bicicleta. Los concejales, atónitos, no osaron contradecirla. Acomodaron su paso al ritmo del pedaleo. La nueva alcaldesa conducía con una mano y con la otra saludaba, sonriente. Al llegar a una cuesta abajo, su bicicleta se embaló; y los concejales, encorbatados, se pusieron a correr. El público pensó que corrían la maratón. A algunos se les aflojó el fajín, se les trabó entre las piernas y se dieron un batacazo.
- Vamos, hombre, que no se diga que sois unos patosos -les animaban desde la acera.
- Ya no estamos para estos trotes  -se quejó el teniente de alcalde con la lengua fuera- ¡y sin tan siquiera una botella de agua!
A la puerta de la catedral, el señor obispo y sus canónigos esperaban a la comitiva, todos con sus faldas encarnadas y sus pieles de armiño.
- Mi enhorabuena, señora alcaldesa  -le dijo el obispo, ofreciéndole el agua bendita.
Aurelia, sin desmontar, se santiguó. Al sospechar el deán que parecía tener intención de llegar con su bicicleta hasta el altar mayor, le cerró el paso.
- Los reyes, señora alcaldesa  -le dijo con mucha educación-, ataban a la puerta del templo sus caballos- y le señaló un poyo.
- No sabe su reverencia qué preocupación me quita de encima. Hace rato que buscaba dónde apoyarme para bajar.
Los canónigos cayeron en la cuenta de que Aurelia Sonsoles era paticorta.
- A ver, los más fornidos  -se dirigió el deán al cabildo.
Tan pronto como se apeó de su bicicleta, Aurelia se puso bajo el palio.
- Me encantan sus puntillas, monseñor  -le dijo, ahuecándose su vestido cual una clueca y empujándole fuera de las varas. El señor obispo tuvo que hacerse a un lado.
Tronó el órgano y se cantó el tedeum. El señor obispo, que no sabía cómo atraerse a las feministas recalcitrantes a causa del aborto y el matrimonio homosexual, quiso aprovechar la ocasión. Tras el himno de acción de gracias, se subió al púlpito.
- Hijas e hijos en el dulce corazón de María  -comenzó con voz relamida-. No sin la inspiración divina, se me acaba de ocurrir una idea  -abrió los brazos y alzó los ojos hacia el tornavoz donde estaba pintada la blanca paloma con sus patitas encogidas y las alas en posición de planear. El pájaro, por haber perdido uno de sus ojos de cristal, tenía una mirada torva que atemorizó al obispo. Repuesto del susto, precipitó su discurso- Hemos decidido nombrar a nuestra alcaldesa “canóniga bernarda” de esta catedral.
La decisión fue acogida con gran júbilo. Mientras la alcaldesa subía las gradas del altar, el órgano siguió tronando.
- Desde pequeña  -dijo Aurelia con lágrimas en sus ojos, al besar el anillo del obispo- siempre soñé con ser madre abadesa. Y mira tú por dónde, hoy me hacen canóniga bernarda.
El señor obispo procedió a la ceremonia de la investidura.
- Un poco estrecha le viene la sotana  -le dijo, mientras hacía ímprobos esfuerzos para embutírsela.
- Cuidado, señor obispo, que las costuras ceden…
- Doña Aurelia, tendrá que quitarse el lazo para que el señor obispo le imponga el birrete  -le sugirió el canónigo que actuaba de padrino.
Aurelia obedeció, se quitó el lazo y agitó su cabellera. Los pelos quedaron desparramados como los de la Magdalena a los pies de Jesús. El señor obispo le colocó el bonete rojo, mientras recitaba unos latines.
- ¡No le entra!  -se quejó disimuladamente el señor obispo a su maestro de ceremonias, cansado de forcejear.
- Monseñor, es el bonete de mayor tamaño que hemos encontrado en la sacristía. Déjeselo en la coronilla como si fuese un solideo.
Vestida de canóniga, acompañada por sus colegas de coro, dio la vuelta a la iglesia como marcaba el ritual. En éstas estaban cuando unos mozalbetes entraron corriendo; al ver el jolgorio que había y a Sonsoles vestida de aquel modo (las costuras de la sotana amenazando con reventar y el birrete rojo en el cogote), y dando saltitos para no pisarse los hábitos, se dieron media vuelta.
- Hoy no hay doctrina, que están ensayando los cabezudos del Corpus  -gritaron a sus compañeros rezagados.
Al fin, sentada Aurelia en su sitial del coro, se dispuso a recibir los parabienes del pueblo. Unos, al felicitarla, le besaban las manos. Otros dudaban entre llamarla reverenda o excelentísima señora. Terminada la función, la canóniga bernarda pasó a la sacristía donde los canónigos, sus colegas, le ofrecieron un piscolabis.

(Continuará)




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