martes, 17 de julio de 2012

AURELIA SONSOLES, UNA ALCALDESA REDONDA
He aquí uno de los capítulos de esta estrafalaria novela. Ojalá  logre arrancar una sonrisa en estos tiempos en que "los del gobierno" se empeñan  en amargarnos la vida.

Capítulo 5.- LOS MINGITORIOS MULTICULTURALES

Aurelia Sonsoles estaba muy preocupada por la poca aceptación que tenían las estatuas que había sembrado por los barrios de la ciudad. Como sus asesores no se aclaraban, a pesar de lo que les pagaba (“Me cuestan un riñón”, se quejaba en privado al sargento Casimiro), decidió consultar a expertos sociólogos de la Universidad.
- ¿Qué hacemos con mis estatuas?  -preguntó, deseosa de escuchar sus doctos consejos.
- Antes que nada  -saltó el más joven e inquieto- hay que hacer un sondeo de opinión.
Este experto se había dejado barba de sabio y en la solapa de su chaqueta lucía varias insignias de prestigiosos colegios y universidades. Aurelia no le quitaba ojo.
- ¡Vaya! ¿También usted colecciona vitolas?
- Por favor, señora alcaldesa, que yo no fumo  -y, agarrando su solapa, le explicó orgulloso-: Harvard, Oxford, Cincinnati, Moncada y Masamagrell.
- Ya me parecía a mí  -sonrió, maliciosa-; porque mi marido, sabe, solía colocarse las vitolas en otra parte… Usted ya me entiende  -le dio un codazo-. Travesuras de juventud  -y, en tono confidencial, añadió-: Ahora se le caerían. Pero bueno, vayamos a la nuestro.
Los tres sociólogos se miraron y, sin mediar comentario, coincidieron mentalmente en su diagnóstico sobre la alcaldesa y su marido.
El doctor Semper carraspeó un poco y dejó de lado el escabroso incidente de las vitolas.
- El sondeo que propone mi joven colega  -y lo miró despectivamente por encima del hombro- es un arma de doble filo. El pueblo es muy cazurro y desconfiado. A menudo, basta que se le pregunte una cosa para que diga la verdad.
- De eso se trata  -le interrumpió Aurelia.
- Pero es muy arriesgado. Yo no se lo recomiendo.
El doctor Semper, completamente calvo, se había afeitado la barba para diferenciarse de los sociólogos de la nueva ola, y con los pelos grises de su cogote, atados con una goma elástica de muchos colores, se había hecho una cola de caballo.
- Mi querida señora  -dijo con dicción ampulosa, dando con gracia un meneo a su cola de caballo-, el pueblo es tamquam tabula rasa  -tras el latinajo, guardó un minuto de silencio a la espera de que surtiera efecto; al ver que nadie apreciaba la cita, tradujo-: El pueblo es como una pizarra sobre la que no hay nada escrito. No tiene ideas ni opinión. ¿Para qué, si no, estamos nosotros?
- Nosotros  -contestaron a coro los otros dos sociólogos- estamos para embutirle en la mollera la opinión y las ideas que queramos.
Aurelia quedó asombrada de tanta sabiduría.
- Entiendo, entiendo  -y dejó escapar un ligero eructo.
- Lo que mis colegas quieren decir  -terció el profesor Sendra, convencido de que la alcaldesa no había comprendido nada- es que las preguntas de una encuesta deben formularse adecuadamente; es decir, de tal forma que contesten lo que nosotros queremos.
- Ya; ya.
Mientras hablaba, el doctor Sendra deslizó discretamente hasta las manos de la alcaldesa un dossier en octavo de 35 páginas, muy bien encuadernado.
- ¿Qué es esto?  -se sobresaltó Aurelia que desde sus años de secundaria no había vuelto a tocar un libro.
- No se asuste, señora, es mi tarjeta de visita  -al ver que los ojazos de Aurelia se abrían cual oscuras y misteriosas grutas, le explicó-: Como en una simple cartulina no caben todos mis títulos he optado por confeccionar este opúsculo  -seguidamente, le enseñó el manejo- Aquí, por orden alfabético, aparecen mis masters; aquí mis publicaciones…
El doctor Semper, molesto por lo esperpénticos y pretenciosos que resultaban sus colegas: el uno con su chatarra puesta; el otro con su dossier enciclopédico, colocó sobre la mesa su maletín.
- No quería llegar a estos extremos, pero ya que estas locas me obligan, he ahí mi curriculum  -y sacó un álbum de fotografías de aproximadamente 4 kilos de peso. Luego, de dos zancadas se puso detrás de Aurelia y le ayudó a pasar las páginas.
- Aquí está muy bien  -comentó ella.
- Es el día de mi graduación en la Complutense.
- Y ¿ésta quién es?  -Aurelia, muerta de envidia, puso su dedo regordete sobre una esbelta joven en traje de baño.
- Mi primera esposa  -contestó el profesor, desolado.
- ¿Murió?
- ¡Qué va! La muy … me dejó por mi ayudante de cátedra.
La alcaldesa fue pasando las hojas como si se tratase del Hola.
- Bueno  -se dirigió a los tres, cerrando el álbum-. La verdad es que no tenían por qué molestarse. ¿Qué mejor aval para ustedes que ser tertulianos de la tele? Volvamos al tema que nos ocupa.
- Aurelia, pipas. Aurelia, pipas. Aurelia, pipas  -les interrumpió una voz chillona.
Se volvieron los doctores hacia el intruso que se les había pasado desapercibido.
- Perdonen, señores, Fermín quiere merendar  -dijo Aurelia y sacó de uno de los cajones un paquete de pipas y se lo dio a uno de ellos-. Usted mismo, ¿sería tan amable de ponerle un puñado al loro?
El doctor Semper, el de la cola de caballo, cogió el paquete, se acercó a la jaula y le abocó las pipas de mala manera.
- ¡Cornudo, cabrón!  -gruñó Fermín, dándole un picotazo en la mano.
- No le haga caso, doctor Semper  -le tranquilizó Aurelia-. No va por usted. Normalmente es mi marido quien le pone las pipas.
Aurelia sacó de su cajón una botellita de mercromina. El profesor Semper, muy aprensivo, discutió con los presentes si el loro era transmisor de sífilis, blenorrea u otra enfermedad venérea. Aplacada la quisquillosidad del atacado alevosamente, reanudaron las discusiones. Después de varias horas, el profesor Semper, el de la bella colita, dijo:
- Me parece que, para el caso que nos ocupa, podríamos aplicar la teoría de Misinsky
El joven barbudo se sobresaltó y se puso muy nervioso.
- ¿Es que no conoce usted esa teoría?  -le preguntó maliciosamente su colega.
- Pues, la verdad…
- No importa. Yo se la explicaré  -y con garbo movió su bella cola de rocín traicionero-. Según el profesor Misinsky, el ser humano, al orinar, descarga toda su agresividad y subconscientemente mata a su padre  -dona Aurelia puso cara de san Pancracio; sólo le faltaba la ramita de perejil-. Luego sigue una fase de amor obsesivo por el padre muerto, digamos una reconciliación in extremis… -con cara de pánfilos le seguían los otros- No es difícil colegir los efectos beneficiosos que podía tener esta teoría aplicada a nuestro caso.
- ¡Cabrón, cornudo, hijo puta!  -le felicitó Fermín desde su jaula.
Aurelia, obnubilada, pidió aclaraciones.
- Mire, señora  -pasó a un ejemplo práctico-, uno va y mea una de sus estatuas, y se caga en el padre que la parió. He ahí la primera fase: vaciado de la vejiga y de la agresividad acumulada. Luego, ya relajado física y psíquicamente, va y dice: pues esta estatua no esta tan mal; para algo sirve… Al pie de cada una de sus estatuas  -siguió diciéndole- se levanta un urinario público, diseñado según la teoría del gran Misinsky. La estructura es muy simple: un muro de hormigón, alicatado por una de sus partes y con una fila de tazas de váter colgando. Encima de cada recipiente, una ventanita de ojo de buey. El usuario llega y, al mismo tiempo que desbebe, mira instintivamente por la ventanita, y contempla, quieras que no, el ejemplar de arte cacá o hiperrealista que tiene enfrente. Para estimular al ciudadano y asegurar nuestro objetivo, los urinarios pueden llenarse de vulgares grafitis o de inscripciones ingeniosas, como: “Mata al artista, ama su obra”.
Tres meses después, Aurelia, acompañada de su concejal de parques y jardines, se dio una vuelta por la ciudad. Quería comprobar in situ la bondad y eficacia de tal invento. Llegaron a la plaza donde se levantaba el monumento “A los insignes corruptos de la ciudad”, recientemente inaugurado.
- Entra tú al urinario de Misinsky y pruébalo.
Por la parte exterior, el muro de hormigón se había pintado simulando vistosas enredaderas. Los huecos esféricos de las ventanillas hacían las veces de botones de gigantescas flores, cuyos pétalos eran de un amarillo chillón y fluorescente. Pronto apareció, en medio de aquel ramaje, la cara del concejal ocupando el centro de una margarita. El concejal miró detenidamente el grandioso rail clavado verticalmente en el suelo y los 24 descomunales bolos que colgaban, dispuestos de dos en dos, simbolizando, según los críticos de arte, los pares de hombría de los barones probos. El concejal salió al fin del urinario, cariacontecido.
- Excelencia  -se excusó ante Aurelia-, no he podido mear. Desde que usted me explicó la teoría del sociólogo Misinsky, sufro retención de orina. Yo quiero mucho a mi padre y no puedo matarlo, por mucho que lo intento.
La alcaldesa y su concejal, al ver que unos ciudadanos se acercaban a los urinarios, se escondieron para espiarlos. Desde fuera, veían cómo unas margaritas hablaban entre si o con los girasoles vecinos; pero ningún meante prestaba atención a los bolos colgantes de los corruptos.
- No sé si meando de este modo  -comentó, decepcionada, la alcaldesa- nuestros conciudadanos se acostumbrarán al arte.
- Demos tiempos al tiempo  -la consoló su concejal- que todavía no se ha orinado tanto como para apreciar los resultados.
Aurelia no estaba muy convencida de la teoría de Misinsky, pero vislumbró que se le podía sacar algún partido; así que, sin pérdida de tiempo, mandó construir unas gradas frente a cada uno de los urinarios con cómodos asientos.
Un buen día, la alcaldesa cogió a sus concejales y montados en sus bicicletas de gala se fueron a la plaza de los Insignes Corruptos. Hizo que la gente que pasaba por allí se sentase en el graderío, frente a los muros ajardinados de los urinarios. Al momento, por las margaritas pintadas asomaron las veintidós cabezas de sus concejales. La gente, sorprendida, comenzó a jalearlos.
- Silencio; silencio, por favor  -se impuso la alcaldesa.
Los músicos de la banda municipal, camuflados arriba de los árboles, iniciaron un fragmento de zarzuela. Los concejales, con sus caras desencajadas por el esfuerzo, cantaron hasta desgañitarse. El público, que jamás había visto espectáculo semejante, aplaudió entusiasmado.
- ¡Bravo! ¡Bravo! ¡Bravo!
En vista del éxito, Aurelia, en aquel mismo instante, decidió rebautizar el lugar de tan fausto acontecimiento.
- En adelante, esta plaza se llamará de la Honradez Centenaria.
Le pareció que este nombre resultaba mucho más friki que el anterior y mandó desmontar los enormes 24 bolos de piedra de los hombres probos.
Los reductos micción-artísticos (vulgarmente llamados con anterioridad meatorios) tuvieron mucho éxito y pronto se convirtieron en pequeños centros culturales y de relax. Paseando por la ciudad, se podían ver los graderíos llenos, sobre todo por la tarde, cuando la gente salía de trabajar. Uno se sentaba cómodamente y, mientras tomaba una cerveza o simplemente esperaba el autobús, podía escuchar, pongamos por caso, “Granada, tierra soñada por mí”, cantada por un paisano que meaba entusiasmado; o el monólogo de Hamlet, recitado con voz sentida por un ciudadano aquejado de próstata. Aquello tomó tal incremento que la concejalía de cultura imprimió libretos con fragmentos de zarzuelas, cantos populares, poesías patrióticas, etc. Se vendían por un módico precio en las entradas de los retretes. Cualquier ciudadano tenía una amplísima gama donde elegir y así poder interpretar mientras hacía sus necesidades. Nunca se había meado tanto y tan a gusto. Pero hubo más. Como lo constataron los médicos del hospital, las uretritis, prostatitis y enfermedades renales disminuyeron de forma tan alarmante que llegaron a preocupar seriamente a los profesionales de la sanidad.
Al cabo de un año, los mingitorios-artístico-culturales se habían especializado. En unos se representaban las comedias picantes de Aristófanes o las tragedias de Sófocles; en otros, zarzuelas; en otros, obras de vanguardia. El señor obispo, al ver, impotente, que sus templos quedaban cada vez más vacíos, ordenó a Aurelia, como canóniga bernarda que era, que construyese algunos de aquellos urinarios exitosos en los alrededores de la catedral. Cada tarde, los canónigos, vestidos con sus capisayos rojos, se dirigían en formación hacia esos lugares con la misma devoción y recogimiento que ponían en la procesión del Corpus. Sacaban sus cabezas embonetadas por los ojos de buey y daban sus conciertos de canto gregoriano. Como la mayoría de los señores canónigos eran prostáticos, cantaban con lentitud y grande unción. La gente se emocionaba. Su repertorio, rico y variado, abarcaba desde la misa de réquiem al Adestes fideles de Navidad.
También tuvo mucho éxito un mingitorio situado en uno de los extremos de la ciudad. Se le conocía como el meadero del mimo. Hubo que remodelarlo en parte y añadir ventanillas supletorias por donde los usuarios pudiesen sacar sus manos gesticulantes. La alcaldesa no puso reparo alguno. Más complicada fue la creación de un adminículo que sostuviera la quinta extremidad y permitiese a las manos libertad de movimientos. Salió, pues, a concurso público la creación de ese artilugio ortopédico. Miles llegaron al ayuntamiento; todos diseñados con mucho arte e ingenio y adaptables a cualquier forma y tamaño. El jurado multidisciplinar, presidido por Aurelia, no lo tuvo nada fácil. Se llegó, por fin, a un fallo de común acuerdo. Más reñida estuvo la cuestión a la hora de ponerle nombre.
- Mimeógrafo  -propuso uno, sin advertir que la Real Academia definía con esa palabra a la máquina que sirve para hacer copias de un escrito o dibujo.
- Demasiado descriptivo  -lo rechazó la mayoría.
Urorritmia  -formuló otro.
- ¡De ningún modo!  -protestó enérgicamente un concejal que había estudiado en el seminario y sabía griego- ¿Cómo bautizar así al armatoste, si no tiene por finalidad marcar ni medir el movimiento balanil?
- Repórtese, señor García  -le amonestó la alcaldesa, señalando con el mazo que tenía en su mano la galería de invitados.
- ¿Por qué no buscar en el santoral?  -intervino un regidor que ejercía de consiliario espiritual.
Y puso sobre la mesa una lista que ya traía compuesta: Baraquicio, Dositeo, Pompilio, Cleto… Como no había forma de llegar a un acuerdo, la alcaldesa suspendió la sesión. Reanudada de nuevo, poco se adelantaba.
- ¿Por qué no llamarlo “capistrano” como el nombre del inventor?
- ¿Cómo vamos a llamarlo Capistrano? Suena algo feo y muy fuerte.
- Tampoco es bonito “condón”, que además está proscrito por la Iglesia, y todo el mundo lo pide así en las farmacias.
- ¡Capistrano!  -zanjó Aurelia la discusión, dando un mazazo sobre la mesa- Se llamará capistrano; y no se hable más.
La prótesis, con ese sonoro nombre, se podía adquirir en cualquier comercio.
- Déme un capistrano  -se oía decir.
- ¿Cómo lo quiere con empuñadura normal o de plata?
Pasear con un capistrano se puso de moda. Era frecuente encontrarse con gente que iba con uno bajo el brazo, dándose postín.
- Mira, ahí va uno del Meadero del Mimo  -se exclamaba con envidia y admiración.
Aurelia Sonsoles había conseguido despertar en sus conciudadanos un gran entusiasmo por el arte dramático, pero no había logrado elevar sus miradas hacia sus estatuas hiperrealistas. Roídas por el orín, sucumbieron, cayendo a pedazos.
- ¡Ay dolor de triste tristura…!  -suspiró Aurelia que, frustrada por el fracaso de sus estatuas, andaba componiendo una elegía.
Un ladrillazo rompió el cristal de la venta del despacho oval y fue a dar a la jaula del loro.
- ¡A mí la legión!  -gritó Fermín, asustado, ahuecando las alas.
- ¡Calla, por Dios, y deja la Legión en paz!  -le gritó Aurelia no menos asustada- Deben de ser los del sindicato.
Sacó el secador de su bolso y se dio unas cuantas pasadas; luego, cuatro brochazos de maquillaje; finalmente se pintó los labios de rojo fluorescente.
- ¡Tía buena! ¡Tía buena!
- ¿Eso es lo que te enseña Casimiro?
Abrió la puerta de un armario archivador y se miró en el espejo de cuerpo entero que tenía camuflado.
- ¡Dignidad y sangre fría!  -se dijo a sí misma, mientra echaba una ojeada a la jaula- Eso es lo que se nos exige a los servidores de la patria.
- Cara al sol…
- Calla, cabroncete, que este no es el momento.
Aurelia cogió la vara de alcaldesa y con paso decidido se dirigió al balcón. Tan pronto como se asomó, una lluvia de huevos y tomates cayó sobre ella. Levantó, intrépida, la vara pero el griterío no cesó. No eran los del sindicato los que estaban en la plaza sino amas de casa con pancartas y sus carritos de la compra.
- Ma-chis-ta, ma-chis-ta, ma-chis-ta  -aullaban enfurecidas.
-¿Machista yo?  -de un tirón arrancó las dos borlas que colgaban de su vara y se las arrojó.
La presidenta de la asociación protectora de animales las cogió al vuelo. Aurelia, que con las prisas se había olvidado las lentillas, no podía leer las pancartas; y el guirigay que le llegaba era completamente ininteligible.
- ¿Qué es lo que queréis?  -les gritó, esquivando los huevos que podía.
- ¡Tocadores de señoraaaas!  -retumbó la petición.
Aurelia, asustada por la ola de libertinaje y obscenidad que presentía, se desmayó. Casimiro, el sargento de dulce mirada, corrió en su auxilio y le hizo el boca a boca.
- ¿Cómo te aprovechas, mariconzuelo? -y, mientras se dejaba hacer, agregó- ¿Sabrán lo nuestro?
- Calla, paloma torcaz, lo que están pidiendo esas locas son retretes culturales para ellas.
- ¡Acabáramos!
De un ágil brinco, impropio de sus carnes, se puso en pie.
- Ponte a cuatro patas  -le ordenó a su sargento y subió arriba-. Necesito que esas pazguatas me vean de cuerpo entero.
- ¡Concedido!  -y abrió los brazos desmesuradamente como si fuese a impartir la bendición papal.
La ciudad se vio sembrada de nuevos urinarios. Esta vez, los ojos de buey se abrieron a menor altura con el fin de que, las personas, en posición sedente, pudieran asomarse. A las grandes margaritas pintadas en la paredes exteriores, se añadieron gardenias y crisantemos. Incorporada la mujer a esta movida cultural, los espectáculos ganaron brillantez. Fue el momento de esplendor de las arias y las corales. Todos los días por radio y televisión se informaba de los eventos programados en los diferentes teatrillos. Tal fue la aceptación y afluencia de público que hubo que acoplar los horarios e itinerarios de autobuses.
La fama de Aurelia creció y creció. Diariamente llegaban al ayuntamiento sacas repletas de cartas. Alcaldes de todas partes, incluso del extranjero, se interesaron por la movida del capullo. La invitaban a conferencias, le proponían hermanarse con su ciudad… El consistorio estudió muy seriamente la conveniencia de abrir consulados, incluso embajadas, en algunas partes. En Bruselas se abrió una ventanilla para informar a los miembros de la Unión Europea. El Vaticano se interesó tanto que nombró a un observador permanente, con rango de embajador ad latere de Su Santidad. No era extraño tropezarse por la ciudad con grupos de políticos nacionales o extranjeros o alguna comitiva de cardenales visitando los mingitorios de doña Aurelia. La famosa Encyclopaedia Britannica dedicó más páginas a Aurelia Sonsoles y sus inventos que a Einstein o el Mayo Francés.
(Continuará)






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