MALALA , LOS LIBROS Y LA INQUISICION
Malala Yousafzai es un nombre bien conocido
después de lo que le sucedió el 9 de octubre de 2012, cuando unos talibanes
subieron a su autobús escolar y le dispararon en la frente. El
suceso no pasó desapercibido y miles de personas siguieron el caso, que ha
terminado con la recuperación de la salud de Malala. En su 16 cumpleaños, la
valiente joven tuvo la oportunidad de dirigirse a las Naciones Unidas, en
un discurso en el que defendió el derecho universal a recibir educación. “Tomemos
los libros y los bolígrafos porque son nuestras armas más poderosas. Un libro y
una pluma pueden cambiar el mundo”, subrayó Malala, quien aseguró que
“los extremistas siguen teniendo miedo a los libros”.
Vemos
que en nuestros días, por todas partes, se recortan los derechos a la educación.
Lamentablemente no son sólo los extremistas o terroristas sino políticos “democráticos”
de todo color. Al leer en pleno siglo XXI la reivindicación llena de coraje de Malala, ha venido a mi mente un hecho
del siglo XVI cuya temática es de máxima actualidad. Se trata de la conversación
que mantuvieron el erasmista Bartolomé de Carranza, arzobispo de Toledo, y
el abad Silverio. La Inquisición va pisándole los pies al arzobispo y éste
se refugia en el monasterio benedictino. A continuación un retazo de la charla que tiene lugar en la biblioteca.
- Como escribe Plinio el Joven en
una de sus cartas: In bibliothecis
loquuntur defunctorum immortales animae (En las bibliotecas hablan las
almas inmortales de los muertos) -dijo
el abad-; pero yo voy mucho más allá. Los mojes que entran aquí deben saber que
la biblioteca no es un cementerio, sino un templo -como el arzobispo quedase un tanto
sorprendido, siguió-. San Agustín ya nos lo recuerda en uno de sus sermones. Cum oramus ipsi cum Deo loquimur, cum vero
legimus Deus noviscum loquitur (Cuando rezamos, hablamos con Dios; cuando
leemos de verdad, Dios habla con nosotros).
- ¡Los libros son el santuario de
Dios! Un pensamiento muy profundo
-reconoció fray Bartolomé y añadió-. En Roma escuché una máxima que se
me quedó grabada. Una casa senza librería
è una casa senza dignità (Una casa sin libros es una casa sin dignidad).
Casi sin advertirlo, uno y otro,
dejándose llevar de su amor por los libros, rivalizaban en cantar sus
alabanzas.
- Algo parecido les digo yo a mis
monjes. El monasterio que posee una colección de libros es dueño de un inmenso
tesoro.
- Sin embargo -se atrevió a matizar el arzobispo- no es la
cantidad de libros lo que constituye en sí un tesoro sino su calidad, como ya
nos advertía Séneca: Non refert quam
multos sed quam bonos libros habeas (No importa cuántos libros tengas, sino
cuán buenos sean).
- Sin libros -siguió el abad Silverio con su tesis-, Dios
está silencioso y todas las cosas envueltas en tinieblas -abrió la puerta y se puso a un lado para que
su huésped pasase delante-. He aquí nuestra biblioteca.
Era amplísima y muy iluminada, tal
como se la había descrito el abad. Después que la pasearon de arriba abajo,
fray Bartolomé se sentó en una de las mesas de lectura; verdaderamente
impresionado de la cantidad de volúmenes que la poblaban; pero, aún más, del
orden, meticulosidad y pulcritud del almacenamiento. Y así se lo hizo saber a
su anfitrión.
- Nuestro padre fundador -le contestó dom Silverio Castañeda, ufano de
las alabanzas recibidas- sentía un profundo
respeto por la palabra escrita; y nosotros hemos aprendido a guardarla con
gran veneración. Acoged a las gentes que lleguen a vuestros monasterios, sin
hacer acepción de personas, nos urgía; y haced lo mismo con los libros, que son
su voz. No los discriminéis porque su
doctrina difiera de la vuestra, ni los condenéis porque contengan algún error;
que la línea de la verdad es muy sutil y quebradiza -hizo una ligera pausa. No quería que el
arzobispo tomase sus palabras como una disertación y a punto estuvo de cerrar
aquí su boca, pero no pudo; y continuó citando al fundador de la Orden-. Hay
libros frágiles y de modesta factura, no los juzguéis por su apariencia: so
capa humilde pueden contener alta sabiduría. Los libros que os parezcan buenos, aprendedlos; los que os parecieren
inútiles, no los estudiéis; los que no entendáis, repetadlos. Guardadlos todos,
que también para cada libro llega su tiempo oportuno.
El abad había recitado con unción,
como si fuesen versículos de la Biblia, las palabras de su fundador, y fray
Bartolomé las escuchó con mucha atención, rumiándolas en su interior.
- Admirable doctrina, digna de un
gran sabio -exclamó el arzobispo-. En
verdad que los libros son amigos sin
adulación, despertadores del entendimiento, maestros del alma; hacen libres a
quien los quiere bien -se detuvo y
la tristeza apareció en su rostro-. Nuestro Padre Santo Domingo, en cambio, no
nos legó testamento semejante; y la
Santa Inquisición, sin duda, reputaría tales proposiciones de vuestro fundador
como sospechosas de herejía. Dom Silverio, vuestras palabras son demasiado hermosas para un mundo corrompido como
el nuestro.
- Educado de este modo -le
contestó el abad- mucho me costaría hoy vivir sin libros. Ubi libri, ibi patria mea (Donde están los libros, allí está mi
patria). En todas partes, fray Bartolomé, he buscado sosiego y no lo he
encontrado en parte alguna sino retirado en esta biblioteca y con un libro en
las manos.
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