martes, 1 de octubre de 2013


Yo soy de Juan XXIII. Yo soy de Juan Pablo II.

¿Hay alguien que sea de Jesús de Nazaret?

      Ya se han confirmado las canonizaciones de Juan XXIII y de Juan Pablo II.  También se rumorea que el papa Francisco tiene la intención de beatificar en un futuro próximo al arzobispo Oscar Romero y a Álvaro del Portillo, el sucesor de Escrivá de Balaguer en la prelatura del Opus Dei.

      ¿Qué intenta con esas mezcolanzas? ¿Quizá se encontró con un hecho consumado (la canonización del papa polaco), y era mejor no remover el asunto ni entrar en discusiones y aceptarlo como un mal menor? ¿Quizá la canonización de Juan XXIII (que no debe de contar con excesivos partidarios dentro de la Curia vaticana) la impuso él papa Francisco, dispensándole del milagro preceptivo, para contrarrestar de ese modo el excesivo y mediático protagonismo del papa polaco?

      En el Vaticano, el papa Francisco tiene demasiados frentes abiertos: La reforma de su Curia, con cardenales recalcitrantes. La transformación del banco vaticano, cuyo secretismo y opacidad tantos quebraderos de cabeza le producen. Las remociones de cargos (promoveatur ut removeatur) dentro y fuera de Roma sin demasiado donde escoger, ya que sus antecesores lo dejaron todo atado y bien atado (Rouco, sin ir más lejos). No está el horno para bollos, debió de pensar el papa Bergoglio.

     Salta a la vista que, como personas, Juan XXIII y Juan Pablo II tienen muy poco en común; y en su idea y proyecto de Iglesia difieren diametralmente. Uno convocó el concilio Vaticano II y el otro se lo desbarató, retrocediendo a Trento. Juan XXIII abogaba por una Iglesia evangélica y de servicio. Juan Pablo II añoraba la cristiandad medieval, y apostó por una Iglesia de poder. En el siglo XX le hubiese gustado ser un Inocencio III, el primero en considerarse “Vicario de Cristo” y reclamar para la Iglesia la plenitud de potestad (plenitudo potestatis) sobre la Cristiandad y sobre el mismísimo Emperador o poder político. O un Gregorio VII el del “Dictatus Papae”. O un Bonifacio VIII, el de la bula Unam Sanctam que los historiadores consideran una de las declaraciones más petulante y soberbia de la supremacía temporal y espiritual que jamás se haya atribuido el papado.

     Hasta que llegó Wojtyla, con su antojo de llenar el cielo de santos, los procesos eran lentos y escrupulosos, sin quemar etapas. Con su Constitución Divinus perfectionis Magister de 1983, el ritmo se volvió frenético, loco. Con “sus” canonizaciones ¿intentaba que la gente tuviese referentes a imitar o fuese más buena? Tengo para mí que esas “glorificaciones” eran auténticas campañas publicitarias y de marketing que tenían por objeto y fin vender las bondades de una institución que hacía agua por todas partes… En esta misma línea wojtyliana se ha movido y se mueve la Conferencia Episcopal Española con sus mártires. Son intentos intencionados de volver a la Cristiandad medieval de Cristo Rey. (Christus vincit, Christus regnat, Christus imperat… ¿se acuerdan?)

     Los procesos de canonización sin debates serios sobre la heroicidad de las virtudes, con total arbitrariedad a la hora de seleccionar los testigos, sin rigurosidad biográfica, etc. se han reducido a la simple redacción de una “hagiografía” (una novela piadosa, como las vidas de santos que se leían antaño). Precisamente por los cambios introducidos por Juan Pablo II, el listón de la heroicidad de las virtudes y de los milagros (¿qué son los milagros?) no sólo se ha bajado, sino que se ha venido abajo.

 ¿El papa Juan Pablo II practicó las virtudes en grado heroico?
     Para muestra, he aquí tres ejemplos; y que cada cual opine: 1.- La clamorosa falta de caridad con que humilló a Ernesto Cardenal. En 1983, Juan Pablo II, durante su visita oficial a Nicaragua, recriminó a Cardenal que propagase doctrinas apóstatas y formara parte del gobierno sandinista. Lo increpó severamente, índice amenazante, ante las cámaras de televisión que transmitían el acto a todo el mundo, mientras el poeta, humillado de aquel modo, permanecía arrodillado ante él en la misma pista del aeropuerto. 2.- Su connivencia con crueles dictaduras católicas (Pinochet, por ejemplo). 3.- El trato vejatorio al que sometió al padre Arrupe (en su enfermedad) y a la Compañía de Jesús. Dudo que la congregación de las causas de los santos haya leído “ARRUPE, una explosión en la Iglesia” de Pedro M. Lamet. Hubiese hallado material más que suficiente para poner en entredicho la heroicidad de las virtudes de Wojtyla y frenar sine die su canonización.

     ¿Quizá el papa Francisco ha querido pregonar urbi et orbi que él (jesuita) y la Compañía de Jesús, llevados de la magnanimidad de la que careció el papa Wojtyla, no le guardan ningún rencor; y de ahí el placet a su canonización?

     Tal vez tengamos que descubrir el significado de estas canonizaciones a la luz del “discernimiento” (juicio por medio del cual percibimos la diferencia que existe entre varias cosas), tan valorado por San Ignacio y los jesuitas. El papa Francisco en sus confesiones al jesuita Spandaro (Civiltà Cattolica) ha dicho que él entiende el servicio a la Iglesia universal a través de ese instrumento, habida cuenta de las circunstancias de lugar, tiempo y personas; y puesta la vista siempre en el horizonte. En este contexto, el papa Francisco cita a Juan XXIII quien adoptó la siguiente norma de gobierno: “Omnia videre, multa disimulare, pauca corrige”. Quizá estas polémicas canonizaciones entren de lleno en los apartados de disimular muchas cosas y corregir, pocas.

      Sea cual fuere el intríngulis de estas canonizaciones, no perdamos de vista que lo substancial de su pontificado, ya lo dejó claro desde sus inicios: “Busquemos ser una Iglesia que encuentre caminos nuevos”.

¡CAMINOS NUEVOS!

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