lunes, 6 de agosto de 2012

AURELIA SONSOLES, UNA ALCALDESA REDONDA

Capítulo 7.- EN BUSCA DE LA ISLA IGNOTA

 A raíz del éxito de los mingitorios culturales, Aurelia solicitó para su ciudad la nominación de capital cultural de Europa. A pesar de que ciudades tan prestigiosas como Londres, Roma o París habían presentado sus candidaturas, el título recayó en su ciudad. Desde ese momento, celebrado con gran júbilo y una mascletá de 150 kilos de pólvora, el magín de la ya famosa Sonsoles bullía como una olla a punto de estallar de tantos proyectos.
- Aurelia, pipas; Aurelia, pipas  -incordiaba el loro a las cinco en punto, como hacía todas las tardes.
- Ni que fueses un lord  -le respondió sin levantar la vista de sus papeles-. Y no me distraigas, Fermín, que ando surcando mares.
El loro, que entendía de cartas de navegación tanto como su ama, saltó del palo y, como represalia, soltó una cagada sobre el mapa que estaba consultando.
- Toma, Colón  -le dijo el loro en su mal castellano.
Aurelia de un manotazo cogió al loro y un paquete de pipas y los metió en la jaula. Volvió a su mesa y siguió estudiando afanosamente mapas y pergaminos de la biblioteca municipal.
- ¡Válgame, Dios! ¿Qué ven mis ojos? ¡Una isla ignota!  -exclamó Aurelia, dejó la lupa sobre la mesa y se puso a llorar de alegría- Hay que preparar una expedición naval.
En el añil, con que en aquel pergamino rugoso se representaba el tenebroso mar, aparecía una mancha pardusca ribeteada de verde. Fermín, testigo de excepción de semejante descubrimiento, lo celebró eructando tres veces, sin mayores muestras de alborozo. Ya serenada, Aurelia sacó su secador del bolso Vuitton y se recompuso los pelos una y mil veces.
- Oler a chamusquina, no ser pedo de Fermín  -dijo el animalillo desde su palo, sin dejar de pelar pipas.
Tan ida estaba la alcaldesa que no advirtió que se le prendía la lacada cabellera. Aquella noche Aurelia tuvo un sueño agitado y lleno de sobresaltos. Se movía de acá para allá, tiraba de la sábana, pataleaba, gesticulaba, hablaba en voz alta.
- ¡Virad a babor! ¡Desplegad la mesana!
Su marido con tantas voces y movimientos se despertó y le arreó un codazo con rabia. Cambió ella de de posición. Cuando el otro, cansado de contar corderitos, retomaba el sueño, despertó de un fuerte dolor en sus partes.
- ¡Asegurad el grátil al palo!  -vociferaba Aurelia, panza arriba, con una mano en la boca para dirigir la voz y la otra…
Aquel lenguaje náutico tan desacostumbrado en su mujer, lo descolocó.
- ¡Mantén derecho el mástil, imbécil!  -ordenó autoritaria y, dando acalorados resoplidos, maniobró entre las sábanas.
Bernardino Hueso, que así se llamaba su amante esposo, ya despierto del todo, decidió, entre indeciso y asustado, seguir aquella peligrosa maniobra. Permaneció en vilo y bien abiertos los ojos, aunque la habitación estaba completamente a oscuras.
- ¡Que nos vamos a pique!
Contuvo la respiración y quedó a la expectativa.
- ¡Timonel, dos grados a estribor! Mantenlo así.
El señor Bernardino Hueso, después de pensarlo bien, creyó que lo mejor sería seguirle la corriente en aquella apasionante aventura.
- ¿Quién es el que comanda el timón?  -preguntó Aurelia, seguramente porque no le convencía cómo lo estaba gobernando.
- Soy yo, mi capitana  -le susurró Bernardino, entrando en el juego.
Como aquella voz no formaba parte de las que integraban el sueño, Aurelia quedó desorientada y sin respiro por un momento.
- ¡Mentecato, que vamos a la deriva!
Durante la media hora siguiente reinó la calma. Luego Aurelia se removió otra vez entre las sábanas, muy inquieta.
- ¡Nos abordan por la popa!  -gritó desesperada y Bernardino se echó atrás.
- ¡Por Dios y Santa María!  -imprecó, levantó el brazo y señaló un posible barco pirata- ¡Que suenen los atambores  -vociferó con furia, acompañando con gestos sus palabras.
En el fragor de la imaginaria batalla, Aurelia descargó sobre su marido tal tunda de golpes que éste tuvo que despertarla, golpeándola a su vez.
- Qué pesadilla, Virgen Santa!  -dijo, se bebió un vaso de agua y luego, volviéndose a Bernardino, le recriminó- Y tú, ronca que ronca.
Decidida a llevar a cabo su sueño de descubrir alguna isla ignota, Aurelia se inscribió en un cursillo acelerado de formación profesional, de los que la Cofradía de Pescadores organizaba para los parados. En quince días, dada su aplicación, obtuvo el diploma de capitana de barco; título que colgó, muy ufana, en su despacho oval.
- ¿Qué tal estoy, Fermín?  -se acercó a la jaula, fingiendo la voz.
Aurelia se había embutido unos pantalones blanquísimos cuyo trasero llevaba impreso el mapamundi. Sobre su cabeza, la gorra de capitana de navío y, para darse más empaque, llevaba puestas unas gafas de sol Rayban, de ésas que usan los pilotos de avión aunque naveguen en plena noche sin luna.
- ¿Qué maricona es ésa?  -dijo el loro, echándose para atrás, asustado.
- Soy yo, Fermín. ¿No me reconoces?
El loro se acercó un poco más, abrió desorbitadamente sus ojos y se le representó que tenía delante un misterioso meteorito, de aquellos que, en su niñez, le había hablado su madre.
- ¡Estoy perdido! ¡Estoy perdido!  -gritó desesperado y se metió cabeza y pico debajo del ala.
Días después de este incidente, la alcaldesa publicó un bando, invitando a los ciudadanos a enrolarse en su expedición. Pocos fueron los que se alistaron pero no se desanimó.
Los astilleros de la ciudad echaron el cierre tiempo atrás a causa de la reconversión industrial y todos sus obreros estaban en paro. “¿Qué mejor que estos hombres para mi expedición?”. Sin acompañamiento de municipal alguno, montó en su bicicleta y allá se fue. Los encontró a todos mano sobre mano o leyendo la prensa deportiva a la sombra de unos frondosos castaños. Se subió a uno de ellos para que la pudiesen ver.
- Marineros de dique seco  -les arengó, vestida de capitana de navío-, lamentablemente, en los anales de la Historia, nuestra ciudad no cuenta con descubrimiento alguno; ni siquiera ha soñado en invadir el Peñón, metiéndonos en camisa de once varas. Creo que lo mejor será surcar el Mediterráneo, que es nuestro mar, y tomar pacífica posesión de la Isla Ignota.
- ¿Qué dice ese higo chumbo de ahí arriba?
- Calla, que la alcaldesa nos está ofreciendo trabajo.
- Esa tía está pirada.
- Poco perdemos si probamos fortuna.
La Concejalía de Deportes, en estrecha colaboración con la ineficaz Oficina del Paro, montó contra reloj unos cursillos acelerados de náutica y descubrimientos. Fue difícil encontrar documentación específica y fue necesario acudir a Palos de Moguer, donde se conservaban intactos los archivos, cartularios y bitácoras del descubrimiento de América.
- Lo importante, muchachos  -explicó el profesor venido de allá, don Toribio Tizón y Cifuentes-, lo importante, digo, es la fe. Si Colón no hubiese tenido la tozuda fe que tuvo, las Malvinas, al día de hoy, estarían por descubrir.
- Serán las Américas  -le corrigió uno de los parados que se había alistado; por su voz débil, denotaba hasta qué punto era menguado el subsidio que percibía.
- Ésas ya las había descubierto mucho antes Américo Castro o Américo Vespucio, que en esto los historiadores no se ponen de acuerdo  -como advirtiera que sus alumnos podían ponerle en nuevos aprietos cambió de tema.
- Profesor, ¿qué hacemos los que no sabemos nadar?
El señor Tizón y Cifuentes se cogió a esa pregunta como a un clavo ardiendo.
- Nadar o no nadar, ¡qué importancia tiene si conocemos el principio de Arquímedes. Todo cuerpo sumergido en un fluido etcétera. Nosotros sólo tenemos que bracear.
Don Toribio acompañó sus palabras con grandes brazadas, la mirada puesta en la ventana por donde se suponía que oteaba un horizonte feliz, colmado de riquezas y fama. Los hombres, hechos y derechos, le imitaron. Brazada a derecha, brazada a la izquierda, cabeza erguida... Cuál no sería su sorpresa al leer en la pared de enfrente: “La siempreviva. Pompas Fúnebres”.
- Uffff  -se desinflaron todos.
El profesor no quiso que aquel mal presagio enfriase el entusiasmo patriótico.
- Lo importante, señores cadetes de la armada de doña Aurelia Sonsoles, es que no entre agua en el barco, bajo ningún pretexto  -continuó su magistral lección-. Con el agua entran las humedades y con ellas el reuma y el escorbuto, enemigos de toda marinera expedición.
En estas y otras lucubraciones estaba, cuando el bedel le anunció la hora. Así, un día tras otro durante los tres meses que duró el cursillo. Durante ese tiempo no estuvo ociosa la alcaldesa, aprovechó sus ratos libres para los preparativos y avituallamiento. El grave problema se planteó cuando quiso proveerse de barcos. De los astilleros, no le dejaron sacar ni un palo; así que tuvo que aprovisionarse de barcas sardineras que estaban para el desguace.
Llegó por fin el día D y la hora H. La alcaldesa, dejado de lado el rojo, su color preferido, vistió un traje sastre de color azul marino con los galones bien visibles de capitana de fragata y con Fermín al hombro. Llegó a la playa acompañada de sus concejales, todos vestidos de azul y montados en sus bicicletas pintadas también de azul, como lo requería el evento. Aurelia, ayudada por el sargento Casimiro, se encaramó a una torreta de posta y, antes que nada, oteó el Mediterráneo con unos prismáticos. Aquel día y a aquella hora el mar estaba fuertemente picado, cosa que en vez de descorazonarla la animó aún más.
-¡Marineros intrépidos!  -les gritó, cogiéndose la gorra para que no se la llevase el viento- Cristóbal Colón partió, llegó y regresó con un continente entero. Nadie como él dejó el mar océano más azul y más limpio. En este momento trascendental, oigo voces de parientes y amigos que quisieran apartaros de esta empresa. No las escuchéis. Como Colón, no perdáis la fe. Una Isla Ignota nos espera  -terminada la breve arenga, gritó-: ¡Todo el mundo a bordo!
La alcaldesa subió en la barca más grande y se colocó en la proa, desafiando al viento, y dio la señal de partida. Las demás embarcaciones (la mayoría en estado precario) la siguieron. Los que quedaron en tierra agitaron sus pañuelos mientras la banda municipal interpretaba Levando anclas.
- ¿Hacia dónde vamos, capitana?  -preguntó un veterano patrón de barca que, viendo tanta chifladura, se había enrolado voluntario para evitar previsibles desastres.
- ¡Hacia allá!  -señaló muy segura Aurelia, impertérrito mascarón de proa, desafiando los vientos con sus magnánimos pechos.
Los cabellos de Aurelia, que para esta ocasión no se los había lacado, ondeaban como los de las sirenas que engatusaron a los infelices argonautas. Ya en alta mar, cada vez más embravecida, avistaron una réplica de la carabela de Colón que iba a toda vela.
- ¡Eeeeh, los de las barcas! -gritó desde la carabela uno que a la alcaldesa le pareció Rodrigo de Triana- ¿Vamos bien para Barcelona?
- Mantened el rumbo tal como lo lleváis, sin virar a babor ni estribor  -le contestó Aurelia a través de un gran embudo de hojalata, sujetando con la otra mano su gorra de plato-. Cuarenta millas más allá, seguid derecho…
Por el vozarrón pastoso que salía del embudo de hojalata que Aurelia mantenía pegado a su boca, el de la carabela se dio cuenta de que aquel capitán, fuera quien fuese, estaba como una cuba.
- ¡Qué! ¿Mucha sardina por ahí?  -le siguió la corriente.
- No vamos de pessssca  -voceó Aurelia-. Vamos a la Isssla Ignotaaaaa.
- ¡Aaaah, de merienda, pues!
La alcaldesa, entregó a su ayudante el embudo de hojalata. No quiso sacar de su error a los de la carabela no fuera que cambiasen de rumbo y le pisasen su descubrimiento.
- ¿Y vuesas mercedes?  -retomó el embudo y preguntó para no ser descortés.
- Hábleme de tú, coño, que soy de Cercedilla  -gritó campechano el tal Rodrigo de Triana-. Nosotros vamos a Monjuí, a las regatas reales.
- ¿Y por unas regatas  -le recriminó la alcaldesa- abandonan vuesas mercedes su vocación atlántica?
Pegada al embudo, Aurelia parecía talmente un elefante barritando con su tropa al aire.
- Este tío está chalao  -comentó el de Triana a uno de sus compañeros.
Aurelia ordenó que las tripulaciones de todas las barcas, en posición de firmes, saludasen a la Santa María y a las otras carabelas que venían detrás. La estela de La Pinta o de La Niña, nunca se pudo averiguar, fue lo suficientemente grande para hacer zozobrar las barcas de pesca que, sobrecargadas, se balanceaban como cáscaras de nuez.
- ¡Capitana, hombre al agua!  -gritó el patrón de una de las embarcaciones al ver los que habían caído.
La alcaldesa tomó las palabras del experimentado patrón como una advertencia y, a su vez, ordenó:
- ¡Todo el mundo al agua!
Aurelia se cogió fuertemente al escapulario de la Virgen del Carmen y se arrojó, decidida, sin acordarse del loro que llevaba agarrado al hombro. Fermín, que nunca se había visto en semejante trance, se subió a su cabeza y comenzó a picotearla.
- ¡Puttana, se me han bagnato los colloni!
- Non ti preoccuparsi, Ferminito.
- ¡No sé nadar!
- Non abbiate cuitado. Las bolas non affondare.
Los marineros siguieron a Aurelia sin dudar. Muchos no sabían nadar y la mayoría, apenas dejar el puerto, ya estaban mareados. Aterrorizado el patrón ante el tamaño desastre, empezó a dar voces:
- ¡Haced el muerto! ¡Haced el muerto!
Los que tuvieron la suficiente serenidad se pusieron panza arriba con los brazos en cruz. Los más se hubiesen ahogado si Dios no hubiese venido en su ayuda. Un helicóptero de costas que sobrevolaba la zona advirtió el maremágnum de abajo. Como el lugar no era caladero de peces ni la hora apropiada para faenar, les resultó altamente sospechoso lo que avistaban y contactaron con su base.
- Joaquín llamando a Manolo, ¿me recibes? Corto y cambio.
- Manolo llamando a Joaquín, te recibo. Corto y cambio.
- Avistadas embarcaciones sospechosas y mucho barullo de gente bañándose en alta mar. Yo diría que se trata de traficantes de droga. Corto y cambio.
- No tenemos ningún chivatazo. Si se bañan no serán camellos; de todos modos no los pierdas de vista. Entretenlos como puedas. Inmediatamente te envío lanchas ultrarrápidas. Corto y cierro.
El helicóptero descendió para observar mejor y sus palas agitaron las aguas.
- ¡Arquímedes! ¡Arquímedes!  -gritaron algunos, los brazos en alto, pensando sin duda que el profesor Toribio les había hablado de un santo, auxilio y sostén de los que no saben nadar.
Los del helicóptero captaron las voces.
- Ese tal Arquímedes debe ser un capo. Mira a ver si lo llevamos registrado  -dijo el piloto a su acompañante.
- Aquí no hay ningún Arquímedes; debe de tratarse de un capo nuevo en esta zona  -contestó el otro después de consultar sus notas.
-¿Y eso de ahí?  -dijo señalando lo que le pareció un minúsculo islote.
El otro enfocó sus potentes prismáticos.
- ¡Que raro!  -fue describiendo lo que veía- Yo diría que es una cacatúa o un loro posado sobre la punta de un islote. No me explico cómo ha podido llegar ahí.
A poco llegaron ocho lanchas rápidas y lo que a los del helicóptero les pareció una punta de un islote no era sino la barriga flotante de doña Aurelia con su loro paseándose nervioso.
- Aurelia, ¿tú por aquí?
La alcaldesa que estaba flotando panza arriba, haciendo el muerto, hizo un esfuerzo sobrehumano y abrió los ojos.
- ¡Dichosos los ojos, Heraclio querido! ¡Qué desastre!  -balbuceó a su salvador, un contrabandista arrepentido que trabaja ahora para la Guardia Civil- Yo que iba tan tranquila en busca de la Isla Ignota y esos merluzos de guardacostas…
- No hables que te fatigas. Tranquila; os llevaremos a tierra.
Cuando Heraclio Vellaspín fue a echar mano al loro, se le resintió.
- ¡Socorro, Aurelia, monsieur Moustache, el de la corrupzione!
- No, mon cheri. Monsieur Moustache no se moja los Pieri, él está en terra ferma.Como había tantos que salvar, los de las lanchas echaron unas redes y los pescaron como boquerones. Con sólo verles las caras era suficiente para saber que no eran camellos ni traficantes de armas. El concejal de Sanidad y Emergencias, previniendo el calamitoso final de la expedición, había montado en la playa un hospital de campaña, donde atender a los náufragos que llegaban desaguando por ambas partes. Aurelia, marea hasta la náusea, no se tenía en pie y fue acomodada en unas parihuelas. Así y todo, se esforzaba por encontrar las palabras justas para explicar ante la Historia el fracaso de su aventura.
- Los caminos del Señor son inescrutables  -acompañó sus palabras con una caída devota de párpados muy propia de su condición de canóniga bernarda.
Los sanitarios y el personal voluntario, muy ocupados en salvar vidas, no se percataron de esas palabras. La alcaldesa no quería que su sentencia cayese en saco roto.
- Que me traigan un notario  -reclamó con urgencia, recolocándose la gorra de capitana de navío.
El concejal de Sanidad, dadas las prisas que metía Aurelia y lo difícil que era encontrar un notario a aquellas horas, le propuso:
- ¿Le es igual, señora alcaldesa, que la atienda el cronista de la ciudad?
- Vale  -aceptó con resignación y entró en un ligero sopor.
Al despertar, convencida de que se moría, quiso que la pusieran cara al mar, que tanto había adorado, y exhalar así su último suspiro junto a Ferminito. Mucho costó persuadirla de que aún no había llegado su hora.
- Será mejor que la llevemos a su casa a reponerse del susto  -insistió el concejal de Sanidad.
- A mi casa, no. ¡Al ayuntamiento!
Se formó inmediatamente la comitiva. Cuatro municipales iban delante en sus bicicletas azules con brazaletes de medio luto. A continuación, la alcaldesa tendida en unas parihuelas, portadas por fornidos estibadores del puerto, y el loro sobre un palitroque atado a la camilla. Detrás, los concejales que habían acudido a despedir a los expedicionarios de la Isla Ignota y que, como hacía tan buen día, se habían quedado en la playa a comer una paella. Cerraba el cortejo la banda municipal. Anochecía ya cuando la comparsa enfiló por el carril bici, plagado de coches. El séquito tuvo que ir sorteándolos como podía. Los del mingitorio wagneriano, al verlo pasar, pensaron que se trataba de alguno de los festejos que se le ocurrían a la alcaldesa y se unieron a la romería. La banda municipal, a propuesta de los wagnerianos, improvisó la marcha fúnebre de Sigfrido y, ellos, por su parte, se encapucharon y encendieron cirios. Con la música y las luces mortecinas de las velas, el cortejo parecía un entierro de verdad. A su paso, la gente de la calle se paraba sobrecogida y se santiguaba con respeto.
- ¿Quién es el difunto?  -preguntaba.
- Doña Aurelia nos ha dejado  -contestaban los encapuchados en medio de lloros incontenibles.
La noticia de la defunción de la alcaldesa y de que en el Ayuntamiento iba a instalarse la capilla ardiente se propagó como reguero de pólvora. Al señor obispo le sorprendió la nueva mientras cenaba con su secretario un frugal hervido de patata y cebolla con algunas judías verdes congeladas. Se levantó de la mesa y ordenó que las campanas de la catedral doblasen a muerto. A poco, se le unieron las de toda la ciudad. Organizado tal zafarrancho, los que lanzaron el bulo no se atrevieron a desmentirlo. Los municipales del retén arriaron la bandera a media asta y prepararon el catafalco en el salón de los espejos. Allí depositaron a Aurelia que, con el día ajetreado que había llevado, dormía profundamente. Pusieron la jaula del loro junto al túmulo. Fermín, como familiar directo, se dispuso a recibir las condolencias. Juntó piadosamente sus alas delante del pecho, inclinó la cabeza y no paró de reproducir los ronquidos de la difunta.
- Rrruuummm, ssssss; rrruuummm, sssss…
Una gran cola se formó a la puerta del Ayuntamiento. Todos querían darle su último adiós.
- ¡Qué natural está con sus alborotadas melenas y sus mofletes colorados!
- Talmente como si estuviese dormida.
- Yo diría que hasta la oigo roncar.
Casimiro, el sargento enamorado, se acercó al loro y, llorando a mares por su ojo bueno, le dijo entre sollozos:
- Te quedaste huérfano, Fermín.
El animalito, mareado por los virajes sufridos durante el traslado, revoloteó de acá para allá, saltando, subiendo y bajando de los palos.
- ¡Qué desconsolado está el pobre!  -se acercó una mujer a tranquilizarlo-: Periquito bonito, tu ama duerme, estate quietecito… Calla mi vida, calla mi bien, que si tú lloras, lloraré yo también.
- ¡Arrea, la reina de los juegos florales!  -y le escupió, desabrido- Periquito será tu puta madre, ¿no te jode?
Temiendo que Fermín se enzarzase a decir palabrotas, encapucharon la jaula; sobre todo porque el señor obispo, acompañado del cabildo catedralicio, acababa de entrar. Su ilustrísima echó un responso, cantado a dúo con el chantre. Al tercer oremus, se incorporó la difunta y con voz cavernosa, como venida del más allá, dijo muy claramente:
- El cum spiritu tuo!
Los más cercanos, asustados, dieron voces. Corrieron a toda prisa los canónigos, arremangándose los hábitos. Algunos tropezaron con los bancos y cayeron; ni el señor obispo resucitador quedó allí. Pasado el pánico, volvieron todos; y a doña Aurelia le dieron una tisana.
Los wagnerianos, la alcaldesa y el señor obispo se reunieron en conciliábulo. Coincidieron que mejor era silenciar el entuerto que andar dando explicaciones; y, puesto que la ciudad ya era conocida mundialmente por sus maravillas, bien podían incorporar al imaginario el reciente milagro de la resurrección de Aurelia.
- ¿Qué importa un milagro más o menos? ¿A quién le va a hacer daño?  -dijo el obispo en un pronto de sinceridad, y añadió-: Que no conste en acta.
- No hay más que mirar al santuario de Loreto  -apuntó uno de los wagnerianos, ateo sin duda-. Ya se necesitan bemoles para tragarse ese traslado aéreo de la casa de la Virgen.
- ¡No sólo de pan vive el hombre!  -le vino a Aurelia su vena piadosa de canóniga bernarda-. Si al pueblo le robamos esas ilusiones, ¿cómo podrá sobrevivir en este valle de lágrimas?
- Amén  -contestó Fermín, que sabía muy bien cuando había que darlo.

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