sábado, 8 de septiembre de 2012

AURELIA SONSOLES, UNA ALCALDESA REDONDA

Capítulo 12.- ¡QUE VIENE EL PAPA!
           

Sin pensárselo dos veces, Aurelia escribió una carta muy devota al papa, invitándole a visitar su ciudad.

La fama de los mingitorios sonsolesmianos, siguiendo la misma ruta de Aníbal, ya había llegado a Roma, y el papa se moría de curiosidad; pero ninguno de los cardenales, que bambaban, ociosos, por su palacio sabían darle razón. Decidió, pues, enviar allá a uno de sus cardenales más inteligentes para que se informara a fondo, aceptase la invitación de la alcaldesa y concretase la fecha de la visita.

Desde su balcón oval, Aurelia, sola, impaciente, de pie sobre un alto taburete, esperaba al prelado pontificio. Vestía el traje talar de los canónigos, de moaré rojo, pero, dada su condición femenina, su vestido religioso incluía una cola del mismo color. Los restantes concejales esperaban al cardenal a pie de calle. Después de una demora que sobrepasaba el decoro protocolario, llegó la limusina prelaticia con sus dos banderines multicolores. La trompetería municipal atronó la plaza anunciando a los transeúntes que el enviado papal había llegado. Aurelia se asomó a la barandilla para no perderse detalle. Vio a monseñor Garci-Pérez, el obispo diocesano, acercarse y abrir la portezuela del auto como un guardacoches servil. Luego, mientras sonaba el himno nacional, vio emerger una especie de queso de bola rojo que arrastraba una capa de moaré tan larga que parecía no tener fin. Corrió la alcaldesa a la escalinata para salirle al encuentro. Descendió solemne, moviendo su larga cola con la elegancia con que lo hacen las lagartijas. El regordete queso de bola rojo subía con lentitud, tirando lleno de fatiga de su apéndice que se le enredaba a cada paso.
- ¡Eminenza! -le gritó Aurelia, entusiasmada, a mitad de la escalinata.
- ¡Cara ragazza! -le correspondió el cardenal con voz suave y afeminada.
La inclinación reverencial de Aurora fue tan profunda y a destiempo que dio un traspié, su orondo cuerpo perdió el equilibrio y roló por los escalones. Su Eminencia no pudo esquivar la bola que se le venía encima y se produjo un encuentro extraño a la par que íntimo. Los agentes municipales que presenciaron el encontronazo acudieron en su auxilio, los pusieron de pie, desenredaron sus irisadas colas, y, sosteniéndolas para que no las arrastrasen, les ayudaron a subir la gran escalinata.
Después de este incidente, pasaron al despacho oval. El loro, al ver entrar a aquellos personajes de rojo hasta las cejas, arrastrando sus interminables aditamentos textiles, creyó que habían llegado las carnestolendas y se puso a gritar como un histérico.
- ¡A mí la legión! Todos putas y maricones.
- Fermín, contente, que el señor cardenal está conmigo -le reprendió la alcaldesa.
- Putas y maricones -insistió, escupiéndoles pipas.
Azorada Sonsoles por el apuro en que la ponía el loro, se levantó y con rabia cubrió la jaula con el capuchón.
- Buonanotte, putana. Buonanotte, signor cavaliere. Dormire tranquilli -saludó con cortesía; y para que supiesen de su noble prosapia, agregó- Io sono Ferminitto delli Castrati di Verona.
Al momento Fermín comenzó a roncar.
- Ahora, eminencia -le dijo Aurelia- podemos departir en paz.
El cardenal Enrico Pardalone (Enrique Pardal, en su juventud y durante sus años de seminario), de niño había coincidido con Aurelia en el mismo parvulario, se habían bañado desnuditos en el mismo barreño y por su cuenta habían jugado a médicos y enfermeras. Enrique Pardal, lo mismo que Aurelia, había tenido una sillita con sus cachivaches en la que, sentado, pasó la mayor parte de su infancia.
- Recuerdo -confió el cardenal a Aurelia- que sor Trisagia (¿recuerdas?) siempre limpiaba mi caquita y me daba besitos en el culito, y me decía: “Madre, qué culo más cuadrado tiene este muchachote. No he visto otro más orondo y sonrosado. Seguro que de mayor llega a arzobispo”. Se quedó corta. Aquí me tienes ¡príncipe de la Iglesia!
- ¿Y no recuerdas a aquella otra monja que tenía cualidades adivinatorias?
- Cómo no me voy a acordar de sor Emenenciana de Jesús si fue ella la que en la rayita de mi culo vio escrito todo mi futuro? ¡Y se ha cumplido punto por punto!
- ¿En la raya del culo leyó ella tu futuro? -se extrañó Aurelia.
- Sí, sí -le contestó su eminencia, convencidísimo-. Digan lo que digan, Aurelia, el culo es el espejo del alma -y se quedó tan ancho-. Tan cierto es lo que te acabo de decir que, antes de mi nominación para cardenal, me reclamaron del Vaticano una ecografía.
- ¿Una ecografía? ¿Para qué quería el Vaticano una ecografía de tu culo?
- Me dijeron: el currículum siempre se puede engordar pero la ecografía no engaña.
A propósito de estas cosas, a Aurelia le picó la curiosidad.
- ¿Cómo llegaste tan alto, Pardalone?
- Quizá lo mismo que tú -le contestó con una sonrisa meliflua-. Desde que rompí el cascarón no tuve otra idea que llegar a ser el gallo del gallinero.
- ¿El gallo del gallinero? No está mal la metáfora.
- En el seminario fui de los últimos de mi clase, lo reconozco. Ni siquiera llegué a defenderme medianamente en latín.
- Que no eras inteligente, lo sabe todo el mundo. No lo tomes a mal.
- No era inteligente ni falta que me hacía -se sinceró y eso que hasta ese momento la alcaldesa no le había invitado a un güisqui.
- Los que ocupaban el palo del gallinero que tú ambicionabas tampoco eran unas lumbreras… -Aurelia le dio un codazo de complicidad.
- Para cacarear en lo más alto del Vaticano -siguió su eminencia- lo único que hace falta es doctorarse en astucia y adulación; y en eso me gané matrículacum laude.
Aurelia rió sonoramente los símiles tan simples y bucólicos que había utilizado su eminencia. A partir de ese momento, se estableció entre ellos una corriente de mutua simpatía. Aprovechando este buen ambiente, se atrevió a preguntarle por otras cuestiones que la inquietaban y turbaban interiormente.
- Por muchas vueltas que le doy -le dijo a su colega de andanzas infantiles-, no puedo comprender que en el trono de san Pedro lleguen a sentarse culos tan dispares.
El cardenal, extrañado de cuestión tan profunda e inesperada, la miró desconcertado a través de sus gafas de montura de oro.
- ¡Difícil aporía! No sé cómo podría resolverte problema de fe tan intrincado -después de un largo rato de reflexión, añadió- Tranquilízate, hija, que para Dios nada es imposible -volvió otra vez al sonsonete dulzón y amariconado que se usa en el Vaticano-. Uno es el trasero de Pío XII, pongamos por caso, y otro el de Juan XXIII; pero los dos llenaron a satisfacción el trono pontificio. Lo que le faltó al estreñido de Pío XII le sobró con creces al campechano de Juan XXIII. En cualquier caso, las deficiencias de los hombres las suple la Iglesia.
- ¿Quiere decir su Eminencia reverendísima que la Iglesia es como un gran cu…?
- Un gran Cuerpo. Cueeerpo, querida Aurelia -atajó monseñor Pardalone; y recalcó para que no hubiese confusión alguna-. ¡Cuerpo místico de Cristo!
Como el tema de conversación se fuera enredando y bien pudiese ocurrir que la alcaldesa plantease dudas teológicas mucho más oscuras que le pusieran en un aprieto, optó su eminencia por volver a las confidencias personales.
- ¿Te acuerdas de las sillitas?
- ¡Ay, aquellas sillitas! -suspiró la alcaldesa y se le hincharon sus hábitos canonicales- La mía aún la conservo.
- ¡Qué madre abadesa hubieses hecho, Aurelín! ¡Ni la de Las Huelgas! -y, volviendo al tema de las sillitas, agregó el cardenal- La mía la regalé como exvoto a la basílica de Santa María la Maggiore, cuando me crearon cardenal. Reposa junto a la Cuna del Niño Jesús.
Se hizo un largo silencio. Ambos a dos reposaron sus regordetas manos sobre sus vientres y se dieron a la plácida evocación. Sólo se oían los ronquidos del loro.
- ¿Hay alguien ahí? -se despertó Fermín, y como nadie le hiciese puñetero caso, agregó con el tonillo cardenalicio que tanta gracia le había hecho- Ora pro nobiiiiis.
Transcurrida aquella primera toma de contacto protocolario, la alcaldesa invitó al cardenal a dar una vuelta por los mingitorios que tanta curiosidad habían despertado en el santo padre.
- Si le parece a la Sua Eminenza -volvió Aurelia al italiano- podíamos hacer la visita pastoral en bicicleta. Ya sabe que al popolo le gusta la vicinanza, la cercanía
- Ma io non sapo pedaleare -le respondió en el cadencioso italiano que desde Romeo y Julieta nunca se había vuelto a escuchar-. Ho fatto tutta la mia carriera sccalando. Hai capito? Guarda, le mie gambe sono molto piccole e credo che non arribare a li pedali.
- Non abbiate paura, mio caro Cardinale -le respondió Aurelia que ya estaba colocando su lindo trasero en el sillín- Observa como io lo faccio.
Ayudado por dos guardias bicicletistas, el cardenal se arremangó las vestimentas y, como pudo, se sentó en el sillín, demasiado estrecho para sus carnes.
- Siento alcune violecia nella linea del mio cullo.
- Non preoccuparti, questo è solo al principio -le tranquilizó y, enarbolando su bonete, vociferó-. Cardenale Pardelone, andiamo in nome di Dio.
Alentado por las palabras de la alcaldesa y los aplausos de la gendarmería que lo acompañaba, su eminencia comenzó a pedalear, vacilante. La trompetería municipal atronó de nuevo la plaza anunciado la salida. Al frente de la comitiva iban dos municipales vestidos con dalmáticas doradas y coronas con plumas de gallo, antiguos ropajes al estilo de Hernán Cortés. Pedaleaban sin manos porque las llevaban ocupadas con grandes estandartes. En ellos, confeccionados para la ocasión, podía verse el escudo de armas del cardenal: un zorro rampante al pie de una cucaña en cuyo vértice había un gallina posada sobre tres huevos de oro; y en grandes letras góticas su lema: “Quien la persigue, la consigue”. Detrás de los gallardetes, seguía una multitud de curas y seminaristas montados en sus bicicletas. Venían luego los canónigos con sus vestidos rojos; los de mayor edad, de pedalear más lento, montaban bicicletas con ruedecillas laterales de seguridad. Cerraban la comitiva, la alcaldesa y el cardenal. Los dos con sus interminables colas de moare rojo. Para que no las arrastrasen por los suelos, agentes de tráfico las llevaban en volandas.
- ¡Qué elegantes van! -comentaban las comadres, al verles desfilar.
- Parecen pavos reales con sus fastuosas colas desplegadas.
El cardenal, prudente, no quitaba los ojos de la rueda ni sus manos del manillar. En cambio, Aurelia, de vez en cuando, levantaba su diestra y saludaba con su bonete rojo; luego se lo colocaba de nuevo con gracia y galanura sobre su enorme pelo cardado. Otras veces, impartía bendiciones a diestra y siniestra.
- Caro Pardalone -le decía, dándole ánimos- voi debete dare también la vostra benedizione a la mia gente.
- Cara amica, che putada me habéis fatto con vostras bicicletas.
En el trayecto hacia los mingitorios culturales, sólo hubo que lamentar un pequeño accidente. Al volver una esquina, se le enredó al cardenal la cola en los radios de la rueda trasera y se vino abajo.
- ¡Porca miseria! -exclamó tan finamente que pareció una jaculatoria.
La alcaldesa tocó insistentemente el timbre para que se detuviese la comitiva. Ya en la explanada de los palmerales, les esperaba mucha gente que, al verles llegar, comenzó a aplaudirles.
- ¿Che cosa facciamo ahora? -preguntó, inquieto, el cardenal.
- Es la costumbre que nuestros invitados de honor elijan un mingitorio y, asomándose por el ojo de buey, interpreten alguna bella canción.
- ¿Y a cuál entro con estas faldas que arrastro?
- No había caído en la cuenta. Claro que, perteneciendo al género epiceno, bien podéis utilizar el de cavalieri o el de dame.
El cardenal Pardalone recogió como pudo su magna capa y entró en el primer mingitorio cultural que encontró vacío; precisamente en el mingitorio donde se representaban las obras obscenas de Aristófanes. Sacó la cabeza de sienes plateadas por el ojo de buey y, sin darle tiempo a que abriese la boca, comenzaron a echarle huevos y hortalizas.
- Viejo verde, viejo verde -le gritaron.
Como el caracol que, hostigado, se encoge en su concha, así hizo su eminencia. Aurelia acudió en seguida a socorrerle. Lo sentó en el banqueta, se subió ella en una silla y por el ojo de buey sacó su cabeza.
- ¿Así tratáis a nuestro invitado de honor? -les increpó-. ¡Habéis abucheado a un príncipe de la Iglesia, so memos! ¿Qué pensará de nosotros el papa cuando se entere?
Entristecidos, los buenos y católicos ciudadanos entonaron a voces el Perdona a tu pueblo, Señor, perdona a tu pueblo; no estés eternamente enojado…
Conmovido por aquel canto penitencial, el cardenal Pardalone se aventuró a sacar de nuevo su cabeza por la abertura.
- Requiescant in paaaace -entonó, subiendo y bajando cadenciosamente la voz y alargado todo lo que pudo el final.
Un fuerte aplauso rubricó su breve pero sentido canto.
Aprovechando que estaba allí, su eminencia se levantó los hábitos para desbeber.
- ¡Ay, cardenal Pardalone, qué bien puesto lleváis vuestro cognome.
- No me puedo quejar, cara amica.
Después de pasearlo solemnemente por todas las instalaciones, Aurelia se lo llevó a un rincón discreto, donde se sentaron a la sombra de un sicomoro.
- ¿Sabías que los egipcios utilizaban la resistente madera de este árbol para fabricar ataúdes?
- No me digas… ¿Por eso las momias han durado tanto?
Aurelia dejó a un lado su Vuitton rojo y se desató el lazo de su cabellara que le daba mucho calor; ambos prescindieron por unos momentos de las desmesuradas colas de sus vestidos.
- Lo que hay que arrastrar para que se den cuenta de la importancia que tiene uno -se quejó el cardenal.
- Enrico, vale la pena.
Los dos sacaron grandes pañuelos para secarse el sudor.
- Bueno, eminenza -comenzó Aurelia una nueva conversación-,¿cree que al santo padre le gustará visitar estos centros culturales? Yo quisiera que les diera su bendición y concediera algunas indulgencias, aunque no pido la plenaria -sin dejar que el otro opinara, esbozó su plan secreto-.Tengo in mente proyectar un mingitorio papal, pero antes quisiera escuchar vuestra opinión.
El cardenal Pardalone frunció el ceño.
- La Sua Santità, cara amica, non ha avuto nella sua infanzia una piccola sedia come noi. Egli è nato con di denti posti e il culo quadrato.
- El culo cuadrado no sería ningún problema -se apresuró Aurelia a allanar inconvenientes- Si le es más cómodo desbeber sentado, le fabricamos un mingitorio como el de tocador de señoras.
- Voy a revelarte un secreto, querida Aurelia -y se acercó a su oído- en los palacios vaticanos está prohibido terminantemente mear de pie. Todos los cardenales desbebemos sentados.
- ¿Sentados como las damas? ¿Pourquoi?
- Como lo oyes -y siguió-. Perché le suore dicono que noi sporchi il pavimento, ¡Porque las monjas dicen que salpicamos el suelo, cojones!

                                                              *********                                                  

Llegó, al fin, el día tan esperado por Aurelia Sonsoles. Estaba previsto que el avión papal aterrizase a 10 de la mañana hora local. La alcaldesa había decidido en la reunión preparatoria de la visita, que la comitiva (formada por todas las fuerzas vivas y semivivas de la ciudad: civiles, religiosas y militares, etc) saliese del Ayuntamiento a las 6.
- Ni un segundo haremos esperar al santo padre -advirtió, autoritaria.
- Pero Aurelia -le dijo a la oreja el sargento Casimiro-, ten en cuenta que el aeropuerto está a seis kilómetros de aquí. Como mucho tardaremos en llegar un cuarto de hora ¿Qué hacemos hasta las diez? ¿Has pensado que los municipales se desmayarán de estar tanto tiempo firmes cara al sol? ¿Que muchos querrán ir a los servicios y pueden bloquearse? ¿Has tenido en cuenta que tus colegas, los canónigos, están casi todos en edad prostática?
- Aurelia, lo tiene todo previsto -le dijo, sonriendo, y le entregó una caja con bolsas para incontinentes con capacidad de 750 ml. y compresas absorbentes-. Mañana, antes de salir, repártelas.
En el aeropuerto se dispuso una larga alfombra con los colores de la bandera vaticana, blanco y amarillo. A uno y otro lado, formaron los agentes municipales con sus bicicletas. En el sillín llevaban atados globos de esos mismos colores con las imágenes enfrentadas del papa y de la alcaldesa, mostrándose mutuamente sus dientes. Los del papa, apretaditos y pícaros, parecían los del famoso conejo Bugs Bunny a punto de morder una zanahoria, en cambio los de Aurelia, blancos, grandes, apabullantes, brillaban ostensiblemente sonrientes y capaces de devorar un manzana entera. En el palco de autoridades estaban todas las fuerzas vivas, también de pie para dar ejemplo. Cuando las bolsas y compresas, repartidas discretamente por el sargento Casimiro y sus agentes, debían de estar mediadas, se percibió el sonido inconfundible de un avión que se acercaba. Todos los ojos, incluso con prismáticos, se volvieron al cielo.
- ¡Ahí llega el papa! ¡Ahí llega el papa! -un grito caluroso y almibarado, multiplicado por cien ecos, salió por los altavoces.
Seguidamente, se puso a toda pastilla el Christus vincit, el himno triunfalista de los católicos más romanos y papistas. Aurelia, instintivamente, sin poderse contener, puso su regordeta mano en el pecho; y con la misma devoción y voz ronca con que cantaba cualquier himno que hiciese alusión a su amada ciudad, lo tarareó. Una lágrima se deslizó por su mejilla, abriendo un profundo cauce en su maquillaje.
- Graba ahí -se le ordenó a una de las cámaras que daban cobertura al evento.
- Si se le ha estropeado todo el maquillaje.
- Tú graba y calla.
Con esa imagen tan conmovedora abriría horas después la televisión local. El avión (nunca se supo si porque los controladores se pusieron de rodillas al avistarlo) comenzó a dar vueltas, mordiéndose la cola, sobrevolando el aeropuerto. El del megáfono tuvo que poner varias veces el Christus regnat, Christus imperat para llenar la acongojada espera.
Aterrizó al fin. Aurelia, como una loca, abandonó el palco de autoridades y enfiló por la alfombra blanquigualda. Vestía, como la ocasión lo requería, sus hábitos de canóniga bernarda: capisayo rojo, larga cola del mismo color y un bonete con borla verde. Al llegar a la escalerilla que acababan de instalar y, aún sin abrir la portezuela del avión, se hincó de rodillas.
- ¡Santidad! ¡Santidad! ¡Santidad! -gritó tres veces con todas sus fuerzas porque, según le habían notificado los ceremonieros vaticanos, ése era el protocolo.
- Santità, Santità, Santità -repitió en italiano por si acaso.
Mientras las azafatas maniobraban para abrir la portezuela, el papa disimuladamente miró por la ventanilla.
- Che cosa fa questa donna? -y señaló a Aurelia.
- Santidad -le respondió el cardenal Pardalone que en este viaje ejercía de asesor- questa donna es Aurelia Sonsoles, la alcaldesa.
- ¡Ah! -el papa se recolocó su blanco solideo- ¡Queso de bola rojo! -recordó el mote con que familiarmente la conocían todos en el Vaticano.
- Yes.
Una vez abierta la puerta del avión, Aurelia corrió, como cabra que se echa al monte, y a gatas comenzó a subir la escalerilla, cosa que dificultaba sobremanera su capa magna canonical que se le trababa en los escalones.
- ¡Santità! -se echó a los pies del papa.
- Noli me tangere! -hizo un aspaviento y se echó para atrás, pero Aurelia ya se había agarrado fuertemente a sus pies.
-Santità, non abbiate pore, Yo no quiero tangarlo; solo voglio vedere le vostre calzature.
El papa aventó su blanca sotana para echársela de encima. Mientras lo intentaba sin resultado, Aurelia le explicó el motivo de su acción.
- Io non voglio imitare a María Magdalena, la puttana; solo voglio sapere la marca de vostros scarpinos.
En efecto, Cuca Solozanobeitia, en la última reunión que tuvieron las amigas para tomar chocolate, le había hablado del gran secreto que existía alrededor de los zapatos del papa. “¡Se dicen tantas cosas! -le dijo- Que si Prada, que si Armani, que si Gucci… A ciencia cierta, nadie lo sabe. Y yo con esta incertidumbre ni como ni duermo; estoy en un sin vivir”. Aurelia le prometió que trataría de descifrar el misterio. Eso es lo que hacía y como pudo se lo expuso a Su Santidad.
- Los scarpinos que me fabricaba Gammarelli -le respondió confidencialmente el papa- me apretaban el empeine, que tengo un poquito regordete, y me rozaban los giovanni, los juanetes. ¡Los piedi, cara figlia, no es lo mío! ¡Mi fuerte es la testa! Así que me decidí por unos Sant’Onofrio. Ésos son los que llevo y me van muy bien.
Después de estas confidencias comadriles, el papa le dijo a la alcaldesa:
- Signora alcaldesa, ¿comenzamos la visita? Per favore, póngase de pie.
- Santidad, ya hace rato que lo estoy.
El papa y la alcaldesa, que le llegaba a la altura de su fajín, cogidos de la mano para no resbalar, descendieron poco a poco por la escalerilla con la solemnidad que requería la ocasión. Al llegar a tierra, los cañones de infantería comenzaron a disparar las veintiuna salvas de bienvenida. La primera sonó cerca y atronadora, y cogió tan desprevenido al papa que, creyendo que se trataba de un atentado terrorista, se echó al suelo cual largo era, arrastrando tras de sí a Aurelia.
- Addio, figlia mia -le dijo con grandísima pena y resignación.
La gente, al ver que el papa no sólo besaba el pavimento (como tenía por costumbre su antecesor) sino que se abrazaba amorosamente a él, rompió en aplausos, vítores y bravos. Aurelia, la de rápidos reflejos, sacó el secador de su Vuitton y se recompuso su peinado. Seguidamente, sin pedirle permiso, peinó maternalmente al papa con raya al medio, espolvoreándole de laca.
Un hombre y una mujer, ataviados con trajes típicos del pueblo, se acercaron al papa, ya de pie, para ofrecerle un zumo de naranja y un vaso de horchata, bebidas que por su colorido reproducían la bandera vaticana. Se extrañó el papa de que los encargados de esa ceremonia protocolaria fueran dos ancianos carcamales, cuando era costumbre que corriese a cargo de niños. Aurelia, siempre al loro, le leyó el pensamiento.
- Sono de la terza infanzia. Misure di prevenzione -le dijo y el santo padre le sonrió comprensivo.
Cerciorados los asustadizos cardenales de que todo había sido una falsa alarma y que al santo padre no le había pasado nada, decidieron por fin salir del avión. Como colegiales disciplinados, bajaron de dos en dos, con sus vestiduras moaré de larguísimas colas y sus birretes del mismo color, y cantando emocionados el Vayamos jubilosos. El papa y Aurelia pasaron revista a los munícipes ciclistas; después, escucharon desde el podio los himnos nacionales de los respectivos países; y, finalmente subieron al papamóvil. Dentro de tan horroroso artilugio parecían dos peces gordos aprisionados en una pecera. A ambos lados de la calzada, desde el aeropuerto hasta los jardines del Gran Cementerio de los Dinosaurios, se había congregado una gran multitud de toda edad, raza y condición. Llevaba en sus manos, y blandía al paso de la comitiva, unas banderitas blanquigualdas que, a diferencia de los globos que portaban los agentes enganchados en sus bicis, representaban al papa y a Aurelia en posición de impartir a la par la bendiciónurbi et orbi. Antes de ir a la esquelética ciudad catralaveña o Cementerio de los Dinosaurios, donde tendría lugar la gran kermés religiosa, hicieron una estación en los palmerales. Al norte de dicho parque, se habían reproducían en miniatura los jardines vaticanos. En su parte central, se había construido un hermoso tocador de señoras, según diseño y planos de Aurelia. Llegó la comitiva. El papa y la alcaldesa descendieron del papamóvil y a pie recorrieron aquel edén que por primera vez abría sus puertas. Riachuelos por aquí, fuentes por allá, y por todas partes, macizos de flores de las más variedades clases y colores. Ante el tocador se había construido un órgano hidráulico, instrumento actualmente rarísimo y que tanto éxito tuvo en el Renacimiento. El que mandó construir Aurelia reproducía el famoso órgano de la Villa d’Este en Tívoli. El órgano hidráulico sorprendió a los visitantes con un concierto que imitaba los cantos de pájaros.
- Che bella cosa! -se extasió el papa.
- Si quiere, sua santità puede tocar un pezzo di musica.
El papa, sin pensárselo dos veces, se sentó e interpretó un fragmento de La flauta mágica de Mozart.
- Bravo, bravo -lo aclamaron con entusiasmo los aficionados.
Después se dirigió hacia el mingitorio que Aurelia había levantado en su honor. Antes de entrar en el excusado que, en grandes dimensiones, recordaba los señoriales confesonarios de madera que se veían en la basílica de san Pedro, le salió al encuentro el cardenal Pardalone con el acetre de agua bendita.
- Benedicite, Sanctissime Pater -le dijo, ofreciéndole el hisopo.
El papa con dos escobillazos bendijo la instalación. Ya dentro, tomó posesión, sentándose en el trono. Mientras admiraba la decoración y el ambiente sereno que se respiraba en su interior (logrado gracias al juego de luces de los ojos de buey abiertos a distintas alturas), le llegó el canto de Stille Nacht, heilige Nacht, interpretado, allá a lo lejos, por el coro del colegio alemán. Una emoción irreprimible embargó su corazón germano.
- Presto, cardinale Pardalone, llame a mi cappellaio.
Al momento se presentó el sombrerero del papa, sudoroso, sosteniendo en equilibrio inestable una pila de cajas redondas. Monseñor Copricarpo, un regordete cincuentón con cara de cerdito de la suerte, vestía de rojo y muchas cintas de colores en sus bocamangas. El pobre hombre había gastado la mitad de su vida para conseguir puesto de tanta responsabilidad. Su oficio consistía en acompañar al papa a todas partes y tener siempre a punto su colección de sombreros.
- Necesito mi camauro -le dijo el papa, dándole prisa.
- Ecco -dijo monseñor Copricarpo, ofreciéndole una especie de gorro rojo ribeteado de armiño blanco que antiguamente usaban los papas en los meses de crudo invierno para evitar que le saliesen sabañones en las orejas.
Su Santidad se lo encasquetó a toda prisa y sacó su cabeza por el ojo de buey para ver de dónde venían las voces.
- Mira, mamá -dijo un pequeñuelo, señalando hacia el tocador-. ¡Papá Noel!
- No es Papá Noel, hijo mío; todavía falta mucho tiempo para la Navidad. Será el ratoncito Pérez, ¿no ves sus dientecitos?
El santo padre parecía un Papá Noel de verdad, y así lo interpretó la multitud que, al verlo asomar de aquella guisa, comenzaron a cantar a varias voces Navidad, Navidad, dulce Navidad. Se contagió el papa, y, sacando sus manos por los otros ojos de buey, se puso a gesticular, siguiendo el ritmo. La alcaldesa, ávida también de popularidad, se sentó en el tocador de enfrente y, como pudo, asomó su cabeza con otro camauro que le prestó el sombrerero papal. Su Santidad y Aurelia se pusieron a cantar el Adeste fideles a dúo: aquél con voz aguda e infantil como de castrati y ésta con voz propia de un basso profondo. Los cardenales, monseñores y demás curiales del séquito del papa (que no eran pocos) se unieron a aquel espectáculo sin precedentes y acompañaron a los protagonistas con un murmullo de fondo que hacían con sus bocas cerradas.
- ¡Hay qué ver lo bien que cantan con sus bocas cerradas! -opinó un entendido que escuchaba con gran atención.
Al santo padre le parecieron muy ingeniosos los mingitorios culturales de Aurelia y pidió a su secretario de Estado que, a la vuelta, los instaurase en el Vaticano.
Después de esta festiva parada, la comitiva pontificia reprendió la marcha. El papa y Aurelia subieron de nuevo al papamóvil y, sin quitarse los camauros, uno y otra fueron saludando y dando bendiciones a diestro y siniestro.
- ¡Es todo tan hermoso! -suspiró Aurelia, guiñándole el ojo.
- Y la gente se ve tan felice…
Ya desde lejos se divisaba la enorme joroba de un diplodocus de acero blanco recortándose sobre el cielo azul.
- ¿Che cosa è questa?
Quizá porque el papa, deformado por la arquitectura del Renacimiento en la que vivía o tal vez porque las gafas de sol de Prada que llevaba puestas le impedían una correcta visión, se extrañó del enorme bicho que surgía en lontananza.
- Es uno de los magníficos bodrios que integran nuestro famoso jardín del Cementerio de los Dinosaurios. ¿No ha oído Su Santidad hablar de él? ¡Es conocido en el mundo entero! -le contestó, entusiasmada, Aurelia- Yo, de sua santità, echaría abajo la cupola della basilica di san Pietro y mandaría construir algo así.
- Et pour quoi? -preguntó el papa que, como hablaba tantos idiomas, siempre se enredaba con las lenguas.
- Perché la cupola de Michelangelo è obsoleta, antiquata…
- Questo bodrio è più bello.
- Los bodrios que hay aquí non sono utili, no sirve para nada, pero dan un no sé qué de aire moderno.
- ¿Morto? -preguntó el papa que, al llevar el camauro embutido hasta las orejas, no había oído bien.
- De muerto o de moderno, ¿qué más da?
El Cementerio de los dinosaurios, donde iba a tener lugar la kermés religiosa, se componía de formidables estructuras de acero con revestimiento blanco que representaban caparazones y carcasas de animales antediluvianos: construcciones muy caras e inútiles, como reconocía en privado la alcaldesa. En una de ellas, la que de tan lejos había avistado Su Santidad, se había preparado un gran escenario donde el papa y tres mil sacerdotes (cardenales, arzobispos, obispos, monseñores y curas de a pie) pudiesen celebrar la misa con comodidad.
- Quiero que desde la luna, si hay alguien allí, se pueda ver la ceremonia -había dicho la alcaldesa; y su palabra siempre iba a misa.
- Para que eso sea posible -le informó su gabinete de expertos- tenemos que pedir a la NASA que nos alquile sus reflectores galácticos.
- Pero si la ceremonia se celebrará en pleno mediodía -se extrañó la alcaldesa.
- Así y todo. Son cuestiones astrofísicas.
- Eso supondrá millonadas; y nuestro presupuesto… -objetó el concejal aguafiestas.
- Los que no sois católicos, ponéis pegas a todo. ¡Qué rácanos sois! Si tuvierais fe en Dios… -le recriminó la canóniga Aurelia y, dirigiéndose al experto monsieur Moustaches, añadió- No repares en gastos, mindundi. Lo que haga falta. ¡Por el papa y por nuestra Sacrosanta Madre la Iglesia Católica, Apostólica y Romana! -con un mazazo de autoridad cerró la sesión.
A la llegada del papa, una multitud enfervorizada lo aclamó con la misma histeria con que los fans aclaman a sus ídolos. La alcaldesa, que no quiso restarle protagonismo, descendió después y por la puerta de atrás.
- ¡Quítese ese camauro de papá Noel! -le instó su secretaria, enfadada-. No le favorece lo más mínimo. ¿No ve la cara de conejo asustado que pone Su Santidad? No le falta más que la zanahoria. ¡Póngase el saturno que le ha regalado! -Aurelia, obediente, se quitó el camauro y, en su lugar, se plantificó el saturno del papa (sombrero de ala ancha, color rojo chillón, adornado con pequeñas borlas doradas)- Así está mucho mejor: como de ranchera mejicana que visita a la Virgen de Guadalupe.
El papa subió a un ascensor de cabina totalmente acristalada que le llevaría a la plataforma de la misa. Mientras ascendía lentamente a la vista de todo el mundo, abrió los brazos en cruz y los fue batiendo como dos angélicas alas. Desde abajo, daba la impresión que subía a los cielos por propio impulso. Los coros de todas las iglesias de la ciudad, al ver su beatífica ascensión, prorrumpieron en un canto al unísono: Sube Pedro, que Dios Padre, sentado en las nubes, te espera…
La liturgia de la misa se había preparado con mucho cuidado y, habida cuenta de que tenía que ser vista desde el espacio, monsieur Moustaches había sugerido que la hostia fuese de gran tamaño. El cardenal Pardalone, especialista en ritos y ceremonias, se mostró muy reticente.
- ¿No cree, monsieur Moustaches, que al ver al papa alzar la gran hogaza que usted propone, piense la gente que queremos hacerle comulgar con ruedas de molino?
La sabia intervención del cardenal sirvió para que monsieur Moustaches reflexionase.
- Si le parece, eminencia -le respondió-, podemos rebajar el diámetro de la sagrada hostia unos cuantos centímetros.
Fue de admirar la nueva concepción festiva de celebrar la santa misa. Los fieles, a lo largo y ancho de los jardines, se sentaban en el suelo a la sombra de los árboles, como si se tratase de pic-nics o campestres comidas familiares. Este ambiente alegre de campamento de verano lo favorecían y daban color los pañuelos que los peregrinos llevaban anudados al cuello, de distinto color según la congregación, parroquia o grupo, al que pertenecían. El frondoso verde de los jardines se veía moteado por llamativas casitas blanquigualdas: especie de capillitas góticas donde la gente podía retirarse tranquilamente a hacer sus necesidades. En las puertas de muchas de ellas se podían leer máximas piadosas que invitaban a la meditación. Tuvieron mucho éxito las extraídas del libro Camino. Por ejemplo: “Aquí dejo lo que tengo, miserias”. “Llamad y se os abrirá”. “Lo que hay que hacer, se hace”. “Persevera, aunque tu labor parezca estéril”. “No estás solo; te hacemos compañía desde lejos”. “Sé útil; deja poso”. “Que tu virtud no sea sonora”…
Muchos fieles, además de los pañuelos que portaban al cuello, cubrían sus cabezas con gorritos ingeniosos. Algunos, los que más llamaron la atención, llevaban una especie de cresta roja, muy tiesa, que recordaba la de los gallos.
- ¿Quiénes son éstos? -preguntaba la gente, curiosa.
- Son los nuevos católicos.
- ¿Los legionarios de Cristo?
- ¡No, hombre, no! ¡Qué va! Esos están caput. Los católicos auténticos son los kikos.
Durante la misa, se oían constantemente sus kikiriquí, el gritito o contraseña que daban para identificarse en medio de la multitud.
El cardenal Pardalone había planeado aquella celebración con mucho meneo; y, siguiendo sus instrucciones, se habían construido largas pasarelas para que los cardenales, al ir y regresar del altar, pudiesen lucir sus largas y tornasoladas colas. El desfile cardenalicio fue de lo más espectacular. A la alcaldesa, que presidía la santa misa en un trono, un escalón por debajo del solio pontificio, le entraron ganas de participar, y envió un papelito al cardenal Pardalone, manifestándole su deseo: “Me hace mucha ilusión desfilar por la pasarela. Al fin y al cabo soy canóniga bernarda y el papa me ha regalado su saturno”, le decía. Su Eminencia lo arregló todo para que participase en el tercer desfile que tenía lugar al momento de darse la paz.
- Pax Domini sit semper vobiscum -dijo el papa, apenas audible de tanta emoción acumulada; y fue dando ridículos y evanescentes abrazos a los cardenales que se le acercaban.
Los maestros de ceremonia ponían mucho cuidado para que los cardenales (la mayoría de paso vacilante e inseguro) no se pisasen unos a otros sus largas colas que arrastraban a duras penas. Cuando creyeron que los abrazos de la paz habían finalizado, vieron que por la pasarela principal se acercaba, con paso solemne, una especie no identificada con el saturnodel papa en la cabeza. Ese sombrero, según las consuetas y protocolos vaticanos, el papa lo utilizaba en contadas ceremonias y cuando visitaba Venecia con ocasión de los carnavales; por eso les extrañó tanto.
- Chi è questa che viene con el saturno in la testa?
- È “formaggio Parmigiano” -dijo uno
- No, no es “queso parmesano”; es “queso de bola”.
- Videamus, ergo.
Aurelia llegó cogidita de la mano del cardenal Pardalone. Hizo una reverencia al santo padre y como no llegaba para darle el ósculo de paz, los ceremonieros la cogieron por debajo de las axilas y la auparon.
- Pax tecum -le dijo el papa echándola para atrás para que no le sacase un ojo con el ala del sombrero.
- Et cum spiritu tuo.
Otra vez en el suelo, con sus manos juntas delante de su pecho, como piadosa y rechoncha abadesa,volvió a su sitial.
- ¿Qué te ha parecido, Pardalone? -le dijo con familiaridad mientras caminaban por la pasarela.
- Lo has hecho muy bien. Seguro que el papa te nombra cardenala.
Al llegar al trono, se sentó; y dos agentes municipales se encargaron de desplegar por el suelo en todo su esplendor su larga y colorada cola.
- Ningún cardenal lleva su cola con el garbo de Aurelia -comentaba el pueblo, orgulloso de tenerla como alcaldesa.
Otro acontecimiento revolucionario de aquella misa papal tuvo lugar en el momento de la comunión.
- Hemos de agilizar el reparto de la comunión de las masivas misas papales -había propuesto meses antes el cardenal Pardalone a la congregación del culto que presidía.
Todo el mundo estaba de acuerdo que la legión de curas que salía en estampida después de la consagración con el copón a rastras e iban corriendo en medio de la multitud, de acá para allá, bajo anchos paraguas, no solucionaba el problema. Se perdía mucho tiempo y la misa se alargaba innecesariamente. Los cardenales y arzobispos se quejaban de las bolsas que se les repartía para aliviar sus próstatas.
- Son un engorro -expuso el cardenal Pizzarrogles-. A veces, nos ponen en serios apuros. El otro día, al cardenal Bragazzio se le rompió la suya en medio de una misa solemne de canonización y no veas el trabajo que dio a los ceremonieros, corriendo detrás de él, borrando las huellas…
El cardenal Pardalone tranquilizó a sus eminencias.
- Todo se andará. No se inquieten -les dijo-. Pero no es ése el asunto que hoy nos congrega -y pasó al asunto del día-. Hemos de modernizarnos en todos los aspectos y hacer uso de lo bueno que nos ofrece la técnica -y, desplegando planos y fotografías, expuso su plan-. Inspirándome en las máquinas expendedoras de tabacos, bebidas y alimentos, he ideado estas capillitas automáticas…
- ¿Urinarios portátiles?
- Les he dicho que todo se andará. Ahora el problema es otro.
Monseñor Pardalone se colmó de paciencia para no explotar y les explicó con detalle todo su plan.
Miles de capillitas de vidrieras góticas de multitud de colores (de las que en aquella reunión cardenalicia les habló su eminencia) estaban esparcidas por doquier, a todo lo largo y ancho de los jardines. Por primera vez iban a ser utilizadas. Al llegar el momento de la comunión, las capillitas automáticas comenzaron a repicar, llamando a los fieles a participar. No todas las capillitas eran iguales. Por el color de las vidrieras y el distinto repique se diferenciaban unas de otras. Había capillitas que, al arrodillarse sobre un soporte, depositaban suavemente la sagrada forma sobre la lengua del comulgante. Otras, expendían las hostias directamente sobre la mano. Las había para los celíacos; para los fieles que querían comulgar bajo las dos especies (en este caso, había un dispositivo que suministraba vino sin alcohol para los abstemios). El cardenal Pardalone, que estaba en todo, también había ideado una capillita para los políticos excomulgados (que habían votado a favor del aborto, el divorcio o el matrimonio homosexual). Como ninguno de todos estos malos católicos podía acercarse a la sagrada comunión, se les suministraba hostias sin consagrar. Las capillitas de los excomulgados repicaban a difuntos, recordándoles de ese modo que pertenecían a la cultura de la muerte. A pesar de sus diferencias, todas las capillitas expendedoras tenían un común denominador: la ranura, señalada con una cruz bien visible, donde había que depositar un euro para que funcionasen.
El reparto de la auto-comunión fue todo un éxito. Al finalizar el acto, sólo un porcentaje mínimo de capillitas llevaba el rótulo: No funciona. Macchina rotta, Machine en panne. Defekte Maschine.
Frente al majestuoso escenario donde se desenvolvía la misa pontifical, se levantaba una enorme estructura hemisférica junto a un estanque de agua cristalina; parecía el ojo de un reptil prehistórico varado junto al mar. Este ojo abría y cerraba intermitentemente sus enormes pestañas de acero. Como los restantes edificios del jardín, también éste carecía de utilidad alguna. Al cardenal Pardalone, sin embargo, se le ocurrió sacarle provecho. Sugirió a la alcaldesa que construyese un grandioso triángulo de tubos fluorescentes que enmarcasen el ojo, y alrededor dispusiera unos potentísimos focos de rayos láser que lanzasen al firmamento galácticos haces de luz. Así lo hizo. En el momento de la consagración, cuando por unos momentos se logró un silencio casi absoluto, el ojo celeste comenzó a parpadear, y todos los peregrinos, apabullados, pudieron leer en el cielo azul un mensaje estremecedor: “Dios te ve”.
Finalizada la ceremonia (reto difícil de superar en posteriores viajes papales), Aurelia quiso presentar su loro al papa para que lo bendijera. Su Santidad se había embutido de nuevo su camauro hasta las cejas, y mostraba una de esas sonrisas suyas, vacilante, esquiva, que nunca acababa de cuajar. El cardenal Pardalone se arrimó con el acetre y el hisopo por si la bendición había que hacerla en profundidad. La alcaldesa, que en ningún momento perdía de vista las cámaras de televisión que retransmitían el acto en directo, desplegó su cola roja, se recolocó el saturnopapal, y se adosó lo más que pudo al santo padre. El sargento Casimiro, a una señal de Aurelia, se acercó con la jaula y quitó el embozó que la cubría. El pobre animal quedó deslumbrado, aturdido, como trasladado a un mundo que le era completamente extraño. Con sus garras se aferró fuertemente al palo, agarrotado, estresado.
- Fermín, cuchi, cuchi, saluda a Su Santidad -le dijo cariñosamente su ama, golpeando los barrotes dorados de la jaula con sus uñas pintadas de rojo chillón.
- Hail Hitler! -gritó instintivamente, al tiempo que, temblando, levantaba una de sus alas.
Fue todo tan inesperado e imprevisible que al papa se le congeló la sonrisa y sus ojos comenzaron a parpadear involuntariamente. La alcaldesa, de suyo tan rechoncha, se encogió de pronto. Al cardenal Pardalone, siempre tan seguro de sí, se le cayó el acetre y derramó el agua bendita. Sólo Fermín permaneció impertérrito, sin entender lo que sucedía a su alrededor. Monseñor Enrico, en un susurro casi inaudible, le dijo a Aurelia, su amiga:
- Nessuno ha osato tanto. Maledetto papagallo!
Aurelia se apresuró a arrodillarse, y con lágrimas que le estropearon todo el maquillaje se dirigió al papa:
- Perdónele, santo padre. Con tantas luces y tanto tremolar de banderas, mi pobre Fermín ha perdido el norte.
 
 
 
(Rogaría a los lectores de  AURELIA SONSOLES que  escribieran algún comentario sobre los capítulos publicados. Me serían de gran utilidad. Gracias

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