sábado, 23 de febrero de 2013


TENGO LA CONCIENCIA TRANQUILA

 

Esta es la cantinela de la mayoría de los políticos presuntamente corruptos. Lo dicen seguros de sí, sin ruborizarse, tan cínicamente que se extrañan de que sus conciudadanos no den crédito a sus palabras. Poner la mano en el fuego como acudir a la propia conciencia son frases tan obsoletas como hueras.

No cabe duda de que buena parte de estos políticos corruptos habrán estudiado en prestigiosos colegios de la Iglesia. Allí les habrán enseñado que la conciencia moral discierne entre el bien y el mal y ordena a la persona a practicar el bien y evitar el mal. Claro que, puestos a aprender, también habrán aprendido todas las argucias para moldear la propia conciencia, adaptándola a sus propios apetitos y codicias terrenales; al modo que el leguleyo, sagaz y sin escrúpulos, busca los resquicios de la letra de la ley para violar su espíritu, pervirtiendo de ese modo el recto orden de las cosas. ¡Ay, esa peligrosísima casuística que en otro tiempo hizo célebres a los jesuitas! A estas conciencias, erróneas o pervertidas, de manga ancha, siempre les queda como último recurso el sacramento de la confesión, que, mediante un “ego te absolvo”, les perdona las culpas, les exonera de toda responsabilidad y les deja tan blancos y tranquilos como el día de su primera comunión.

Los ciudadanos no necesitamos manos abrasadas ni conciencias tranquilas sino conciencias rectas, para lo cual es absolutamente imprescindible la sinceridad, la honradez, la honestidad consigo mismo y con los demás. ¿Sinceridad? ¿Honestidad? ¿Honradez? ¿Respeto a la verdad? ¡¿De qué estamos hablando?! En un país donde la mentira campa a sus anchas, se tergiversa el lenguaje hasta extremos ridículos, se engaña a los ciudadanos sin el menor rubor (donde digo “digo”, digo Diego), ¿qué sentido tienen esas palabras? Las doctrinas de Maquiavelo se han instalado, sin darnos cuenta, en nuestra clase política, en todas las instituciones, por muy altas que sean…

¿Dónde está la Iglesia Católica, guardiana de la ley natural, de las esencias cristianas, reserva espiritual de Occidente? ¿Dónde los obispos y cardenales, otrora tan combativos?  Callan. ¡Oremos al Señor! No quieren incomodar a los suyos. No se les ve en la calle donde los ciudadanos claman, llenos de impotencia y de rabia. Lo suyo nunca ha sido los problemas terrenales, y menos las algaradas y el desorden. Miran para otra parte, sin querer que se les recuerde el aforismo que acuñaron sus propios teólogos moralistas : “qui tacet consentire videtur" (quien calla, otorga).
¡Ay, cómo está el patio (el solar patrio, que diría aquél)

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