LA IGLESIA ROMANA ES MACHISTA
No se pueden poner puertas
al campo ni compuertas al río de la vida. Si las mujeres (70% de los fieles) se
lo propusieran, la Iglesia católica cambiaría radicalmente o saltaría por los
aires, hecha añicos. A continuación un extracto sacado del libro “El Evangelio de las munjeres”
Las mujeres de Aristófanes
(“La asamblea de las mujeres”),
cuatro siglos antes de que Cristo apareciese, constataban que todo andaba mal
en el mundo de los hombres y decidieron coger ellas las riendas del poder.
Instauraron una original comunidad igualitaria. Cada ciudadano debería aportar
a la colectividad todo lo que le perteneciese; a su vez, tendría derecho al
sustento y al goce del sexo, puestos también en común. Esta utopía comunitaria,
pura fantasía de Aristófanes, la desarrollarían posteriormente Platón y otros
filósofos.
Si mi padre vino a casa con
esa comedia bajo el brazo fue porque, de algún modo, retrataba las
preocupaciones de mi madre; y quiso gastarle una broma.
- ¿También tú, como
Praxágora, pretendes soliviantar a las mujeres de Tyro para que tomen el poder
en la Iglesia? -se chanceó sin malicia
alguna.
Mi madre hablaba de que un
grupo de mujeres estaba dispuesto a plantear la candidatura de una mujer para suceder
al obispo muerto. Mi padre, aunque no había recibido el bautismo ni pensaba hacerlo,
estaba muy bien informado sobre las cuestiones de nuestra fe.
- No te rías, Pionio -se molestó mi madre-. Si reivindicamos los
puestos de autoridad en la Iglesia no es por afán de protagonismo sino porque
así fue en un principio. Los obispos se han olvidado de que la igualdad entre
hombres y mujeres fue una de las verdades esenciales de nuestra fe. ¿Dónde se
había visto antes que un rabí escogiese discípulas y se dejase acompañar por
ellas día y noche? Creo sinceramente que gobernaríamos mejor que ellos... ¿No
hemos demostrado hasta la saciedad que sabemos administrar nuestras casas? ¿No
fueron las mujeres las primeras en organizar las Iglesias...?
A continuación, como en una
larga letanía, mi madre fue pasando lista de las venerables mujeres que habían
dejado huella en las primeras comunidades cristianas. Habló de la inteligente Lydia, natural de Tiatira, en el Asia
proconsular. La primera mujer que abrazó el cristianismo en Europa y convirtió
su casa de Filipos en iglesia. De Dámaris
de Tesalónica que, con otras mujeres principales de la sinagoga, fue el alma de
aquella comunidad. De la celebérrima Priscila,
líder por naturaleza. Ella y su esposo acompañaron al apóstol Pablo en sus
viajes. Fundó y organizó Iglesias. Sus casas, tanto en Corinto como en Éfeso y
en Roma, siempre fueron lugar de reunión de los cristianos. Esta mujer fue la
que adoctrinó al filósofo Apolo, un maestro muy elocuente de Alejandría. ¡Qué
inmensa labor desempeñaría esta mujer para que Pablo, en su carta a los
cristianos de Roma, escriba que él y todas las Iglesias de los gentiles le
deben eterno agradecimiento! De Febe,
mujer de mucha valía y buena posición social, en cuya mansión se reunía la
Iglesia de Cencreas. Ocupó el cargo de obispo y gobernó su iglesia con el beneplácito
de todos. Como estas mujeres, hubo otras muchas en aquellos primeros tiempos
que presidieron sus congregaciones con gran acierto y aprobación unánime. De
una tal Junia, de la que Pablo
escribió que fue judía como él, concautiva con él, cristiana antes que él,
noble y distinguida entre los apóstoles. De Trifena y Trifosa. De Pérside. De la madre de Rufo, de quien
el apóstol Pablo dice cariñosamente que fue como madre suya. De Claudia, mujer del senador Pudente y
madre del obispo romano Lino. De Apia,
en cuya casa se reunía la Iglesia de Colosas. De Julia. De la hermana de Nereo. De Evodia y Síntique. De Loide y Eunice. De Ninfas...
- Si los hombres -concluyó mi madre-, que escribieron y
manipularon los Evangelios a su favor, no han podido borrar todos esos nombres,
¿cuántas más mujeres, como éstas, no tuvo que haber?
- Que las mujeres jugaron al
principio un gran papel, está fuera de duda
-le concedió mi padre, después de escuchar con secreta satisfacción su
largo alegato-. Sin su apoyo económico y asistencial, Jesús no hubiese tenido
la libertad de movimientos que tuvo. Tampoco se puede negar que presidieron y
gobernaron las congregaciones de fieles que se reunían en sus casas por mucho
que ahora los obispos quieran negarlo... Pero
-subrayó mi padre-, si queréis que el cristianismo se consolide y
perdure, tendréis que aceptar las reglas de juego de nuestra sociedad que
relega a las mujeres al interior de la casa. En esto, puede que los obispos
sean mucho más prácticos que vosotras.
La conclusión a la que llegó
mi padre no satisfizo a mi madre.
- ¿También tú, como el
filósofo Aristóteles, has caído en ese tópico legendario, por no decir vulgar,
de que la naturaleza niega a la mujer la capacidad de mandar? ¿Acaso autoridad
y masculinidad son categorías substancialmente unidas e inseparables?
Mi padre, sorprendido de
esta salida, le replicó:
- Grecia, cuna de la
democracia, sólo concedió el derecho de ciudadanía a los hombres libres...
Jamás incluyó en esta categoría a los niños, a los esclavos y a las mujeres... Muchos
filósofos, antes y después de Aristóteles sostuvieron que las mujeres son
inferiores al hombre por naturaleza, y, por lo tanto, incapaces de desempeñar
puestos de autoridad... Esas ideas han calado y echado profundas raíces en
nuestra sociedad... Yo admiro mucho, tú lo sabes, el temple de Jesús que se
atrevió, él solo, a luchar por cambiar esas convicciones. Su fracaso fue
rotundo. ¿Vais a ser capaces, tú y tus compañeras, de conseguirlo?
Mi madre, tomando pie de las
últimas palabras, continuó, por su cuenta, el panegírico de Jesús.
- El Salvador defendió a las
mujeres, a los pobres, a los miserables. Comió con todo tipo de gente.
Frecuentó su trato, sin hacer acepción de personas. Se saltó las barreras
sociales. Atacó duramente, hasta parecer despiadado, los vínculos que sostienen
la familia patriarcal... Las cartas de Pablo hablan de unas mujeres que
luchaban con fe para a obrar esos cambios... Trataban de construir en este
mundo un reino de iguales del que la Iglesia sería el fermento… Una Iglesia,
bien distinta por cierto, es la que están configurando los obispos…
- ¿Te has preguntado por qué?
-como mi madre permaneciese en silencio, continuó- Ya te lo dije antes. Una
cosa fueron las iglesias domésticas y otra, muy distinta, cuando esas iglesias
saltan a la calle. Mientras todo se redujo al ámbito familiar, la autoridad de
la mujer no fue cuestionada. Sus funciones estaban dentro de su cometido como
gestora de la casa. Pero, al convertirse esas iglesias domésticas en
corporaciones públicas, las cosas cambian. Tienen que atenerse a las reglas que
rigen en nuestra sociedad y funcionar como cualquier otra institución similar.
¿Conoces tú algún gremio, concejo o comunidad, dónde manden las mujeres? Ni
está bien visto ni ningún hombre permitiría tal cosa. Puede que eso sólo haya
existido en la ficción, como en esa comedia de Aristófanes que te regalé.
- ¿Qué me quieres decir?
¿Adónde quieres ir a parar?
- Muy sencillo. Los obispos
se han percatado de que las Iglesias, para que sean viables y puedan existir
sin problemas con las autoridades, tienen que acomodarse a nuestras costumbres.
¡Es cuestión de supervivencia!
- Pero eso supondría traicionar
las enseñanzas del Salvador; renunciar a uno de sus legados más valiosos...
- Esa es la disyuntiva que
se os plantea a las mujeres. O contemporizáis con las costumbres de nuestra
sociedad o lucharéis en vano por esa igualdad del hombre y la mujer. Yo creo
que los obispos ya han hecho su opción; y vosotras, si os empecináis con
vuestras ideas, os vais a estrellar contra la dura realidad.
Mi madre, volviendo a
Aristófanes, citó un párrafo del coro que se sabía de memoria.
- Ahora es la ocasión de obrar con entera democracia -recitó-, ya
que nuestra República necesita un plan lleno de sabiduría y honradez.
- Temo que el pueblo no quiera aceptar ninguna innovación -le contestó mi padre, repitiendo
textualmente otro parlamento; y agregó-: ¿Sabes qué te tengo que decir? Si
tuviese que elegir entre la comunidad de Aristófanes y la comunidad del apóstol
Pedro, me quedo con la de aquél, más humana y alegre. La de Pedro me asusta… Los
apóstoles parece que no se enteraron de los cambios que introdujo Jesús y
continuaron anclados en su fe judía...
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