AURELIA SONSOLES, UNA ALCALDESA REDONDA
CAPÍTULO 2.- UNA INAUGURACION POLÉMICA
- Fermín, deja de roncar y teclea un rato
-le ordenaba al loro que imitaba a la perfección la máquina de escribir,
incluido el movimiento del carro y el timbre- ¡Jesús, van a pensar que aún
estoy durmiendo la siesta!
- Tac, tac, tac… -tecleaba el loro
sin parar.
- No tan de prisa, hombre; y pasa el carro. Hazlo como Amelia: 58
pulsaciones por minuto.
Sobre la mesa de trabajo, atiborrada de papeles y expedientes, Aurelía,
como los ministros, tenía algunas fotografías familiares. Una de sus hijos que,
ya sólo de verlos en el papel, se vislumbraba lo trastos que eran. Otra de su
marido, con grandes bigotes y cara de aburrimiento.
Cuando aquella mañana entró en su despacho el sargento municipal, la
alcaldesa cogió la foto de su marido y la arrojó al fondo del cajón; y sacó
otra del papa Pío XII dando miguitas de pan a unos pajarillos, con dedicación
autógrafa e indulgencia in articulo
mortis.
- Señora alcaldesa -se cuadró ante
ella y le guiñó el ojo-, la comitiva espera.
- Al momento, querido.
Aurelia sacó de otro cajón un secador del pelo y se dio unas cuantas
pasadas; luego, para fijar su sansónica cabellera, hizo que el sargento la
pulverizase con abundante laca.
- ¿Qué tal, Casimiro? -y, sin
esperar respuesta, se miró en un espejo de aumento que tenía camuflado bajo
unos expedientes.
- ¡Estás como un tren! -y se lamió
de gusto su labio leporino.
- Tú que me miras con buenos ojos
-acompañó estas palabras con una lánguida y sensual caída de párpados y
sus pestañas, excesivamente cargadas de rimel, se le pegaron. Casimiro llamó a
la secretaria y entre los dos lograron abrirle los ojos.
Puesta de pie, Aurelia era casi tan baja como sentada; esto creaba
situaciones embarazosas, sobre todo en los consistorios.
- Siéntense, siéntense, por favor.
- Usted primero, excelencia.
Aurelia tenía que levantarse, dar unos saltos y sentarse de nuevo: “ahora
estoy de pie, ahora estoy sentada”. Los concejales más fieles, para no
sobrepasar la altura de Aurelia, solían permanecer de rodillas durante las
sesiones.
Precedida del sargento y seguida de Amelia, su secretaria, la alcaldesa
descendió con gravedad los escalones de mármol. Al pie de la escalinata, la
esperaban, formados, dieciséis municipales con sus bicicletas.
- ¡Que llega el ovni! -susurró uno
de ellos. El mote, aunque parezca lo contrario, no era despectivo; de ese modo
cariñoso la habían bautizado años atrás sus compañeros.
Subió Aurelia a su bicicleta, que apuntaron entre tres; y partieron
todos. En aquel preciso momento, sonaron los timbales, anunciando la presencia
de la alcaldesa.
Las calles del itinerario, como era habitual en tales desplazamientos,
estaban recién barridas y baldeadas. A la primera de cambio, resbaló una
bicicleta y el agente se vino abajo. Sus compañeros, como mandaban las
ordenanzas, siguieron adelante, pasándole por encima. Como medida de
precaución, en la comitiva siempre iba un médico. Sobre la marcha, cosió las
heridas del accidentado.
Tiempo después, viendo los estragos que el uso de las bicicletas causaba
en los municipales, se adoptaron medidas precautorias: casco obligatorio en vez
de la boina y el triciclo en lugar de la bicicleta bípeda. Pero eso ocurrió
mucho después, cuando la alcaldesa ya llevaba 32 agentes enterrados.
Los niños de las escuelas llenaban las aceras. Antes, se les proveía de
banderitas, pero hubo que desistir dado los tuertos que quedaban tras cada
inauguración. Aquel día lucían globos que ellos mismo hinchaban.
- Soplad, soplad -les animaba
Aurelia, sin dejar de pedalear-. Ya veréis cómo se os ensanchan los pulmones.
- Cuánto habrá soplado la tía para tenerlos como los tiene -comentó un crío desvergonzado.
Los globos había que inflarlos a pleno pulmón, pues desde que Aurelia se
enteró por la televisión de que peligraba la capa de ozono, prohibió el uso de
aerosoles y cualquier otro gas expansivo, incluso el hilarante.
- En nuestro término municipal no permitiremos ni un solo agujero
negro -zanjó tajante en un pleno del
consistorio.
Llegada la comitiva a la plaza, la alcaldesa subió al estrado de
autoridades.
- Sin novedad, señora alcaldesa
-le dijo el sargento Casimiro- Sólo cuatro agentes y sus bicicletas han
sido arrollados por el camino.
El sargento la miraba fijamente con uno ojo, y con el otro estaba
pendiente del provocativo trasero de una azafata.
- Casimiro, tu ojo -le susurró
Aurelia, mientras cariñosamente intentaba enderezárselo.
- ¡Coño, que me sacas el bueno!
-gritó el sargento, cogiéndose el de cristal y dándole un bocado a su
mano regordeta.
Gracias a la habilidad que tenían los técnicos del Ayuntamiento para
crear ecos, los asistentes pudieron escuchar, al menos seis veces seguidas, la
exclamación del sargento Casimiro.
El cónsul francés que estaba invitado al acto por razones de vecindad, ya
que vivía en un chalet cercano al de la alcaldesa, le comentó:
- Mi queguida Auguelia, c’est un carrefour, n’est pas?
Lo dijo, sin duda, porque la plaza mayor, donde se iba a inaugurar la
estatua, estaba endiabladamente cruzada por dieciocho líneas de autobuses.
- C’est vrai, mon cher
ami, mais nous navons in otre lieue.
El monumento al que se refería la alcaldesa estaba completamente cubierto
por una lona.
- Le monimant tiene la figuir de una butifarra.
- ¿Butifarra? Atandez a que nous elevons la cuberture.
La banda municipal interpretó el himno de la ciudad. Aurelia se puso la
mano al pecho, al modo como lo hacen los presidentes americanos, pero la imagen
que daba era la de una rolliza matrona a punto de amamantar a una colonia de
refugiados. El director de la banda, al verla en aquella pose, perdió varias
veces el ritmo de su batuta; y a punto estuvo de sacarle un ojo al del bombo.
- Chiiissss -impuso silencio el
teniente de alcalde.
Su prolongado resoplido por el micro produjo ecos y contra ecos, de modo
que el pirotécnico creyó que el sonido lo producía el cohete de aviso. Ni corto
ni perezoso, prendió la mecha a los fuegos artificiales y empezaron a subir al
cielo desde los cuatro costados de la plaza.
- Mira que te lo tengo dicho
-bramó la alcaldesa a su segundo-. Que sea la última vez que vengas sin
los dientes de delante.
Como no hubo más remedio, se alteró el orden de los actos. Tras el
disparo del castillo, vinieron los discursos. En primer lugar, tomó la palabra
el escultor que había realizado la escultura.
- Excelentísima señora, ediles egregios
-y, agradecido, guiñó un ojo a su cuñado, presidente de la comisión de
festejos y jardines, que le había proporcionado el encargo-, ciudadanas y
ciudadanos…
Como si hubiese sido el principio del fin, la ciudadanía comenzó a
abandonar la plaza. Impertérrito al desaliento, siguió el artista:
- Cuando por mis méritos personales se me encomendó esta obra…
- Cuñadísimo, enredador, lameculos
-comenzó el público a apedrearle.
El helicóptero encargado de retirar la lona, como no fue advertido a
tiempo de los cambios producidos, comenzó a tirar de la cuerda y dejó al
descubierto el monumento.
- ¡C’est un grande chaussette! -se
asombró el cónsul francés al ver aquel descomunal amasijo de hierros, pintados
de vivos colores.
- Mais oui, cet un gran calsetín hiperrealist -le explicó Aurelia, muy satisfecha.
- Percibo un extraño olor a camembert. ¿Usted no?
- Mais oui. Ya le he dicho que es un calcetín hiperrealista. Mire allá -y
le señaló el agujero que había en el dedo gordo del calcetín-, allí tiene
instalado un artilugio que intermitentemente lanza un líquido pulverizado.
El hedor a pies era tan real y tal la repulsa del público que el artista
se vio en la obligación moral de suicidarse allí mismo. Empuñó el arma
reglamentaria que le prestó el sargento y se dispuso a hacerse justicia.
- No te apresures -le detuvo
Casimiro- que las cámaras de televisión no te están enfocando.
Cuando los focos le prestaron atención, blandió el revolver con
estrafalario gesto.
- Puesto que este inculto pueblo no sabe valorar mi arte, me mataré.
Muero siendo un incomprendido.
Sus frases lapidarias fueron recibidas con indiferencia.
- ¡Que se mate, que se mate!
-gritaba la plebe enfebrecida, tapándose las narices.
- Vosotros lo habéis querido.
- ¡Venga, tío, déjate de rollos y acaba de una vez!
El artista se metió el cañón de la pistola en la boca con tan mala suerte
que le dieron arcadas. Doña Aurelia, que por no perder detalle se había
colocado en primera fila, recibió todo el vómito.
- Me has puesto perdida -le
recriminó, sacudiéndose.
El pueblo seguía reclamando la cabeza. El artista lo intentó de nuevo;
esta vez apuntando a su parietal derecho. Quitó el seguro, levantó con dignidad
la cabeza al cielo y vio al helicóptero que seguía revolteando como buitre
carroñero.
- ¡Que se mate, que se mate!
-vociferó la gente, dándole ánimos.
El artista adoptó la pose del romántico suicida.
- O terra, addio; addio, valle di pianti…
A todos pilló de sorpresa su habilidad par el bel canto. Se hizo un gran
silencio, y don Melquíades, el director de la banda, intentó acompañarle.
- ¡Carlos! ¡Carlos! -corrió al
estrado su mujer- No lo hagas; piensa en nosotros…
Carlos, embebido en su papel de Radamés, no la oía. Subió la mujer al
tablado tan acalorada y de prisa que se les desparramaron los dos kilos de
tomates que llevaba en la bolsa. Carlitos, que corría detrás de su madre, espachurró
un tomate con tan mala fortuna que cayo y se abrió la cabeza.
- Sogno di gadio che in
dolor savani… -seguía cantando
con el arma apoyada en su sien.
- ¡Desgraciado! -gritó su mujer- deja
de hacer el tonto.
- Un médico, por favor -se
requirió por megafonía.
La alcaldesa quiso interesarse por el muchacho que, tendido sobre el
asfalto, bramaba como un potranco. Arrodillada al borde del estrado, se
inclinó; y el sargento, cuyo campo de visión era reducido, la empujó sin
querer. Aurelia y su bolso cayeron al suelo. Los médicos que atendían al
muchacho, lo dejaron a medio vendar y fueron a socorrer a la primera autoridad.
Le desabrocharon la blusa, pero no fue posible auscultarla porque dos inmensas
moles impedían que se le aplicase el fonen. Los médicos decidieron pedir una
ambulancia. Corrió uno de ellos a la cabina telefónica más cercana.
- ¡No funciona! -gritó airado al
ver cómo se había tragado sus monedas.
Una bella azafata, que anunciaba Dios sabe qué producto, le sonreía: “No
lo diga, escríbalo”, decía ella, mostrándole unos dientes blanquísimos. Al ver
tanta incuria, los ciudadanos, hartos de pagar impuestos, incluso el de la
iglesia católica, montaron en cólera. La guardia municipal tuvo que proteger a
un empleado de la
Telefónica que, subido a una escalera, andaba desarreglando
las líneas. La gente, enfurecida, quería lincharlo y empezó a zarandearle la
escalera. Viendo que por teléfono no se adelantaba nada, se pidió por los
altavoces un voluntario que fuese corriendo al hospital y trajese la
ambulancia. Los voluntarios fueron muchísimos. Aprovechando la coyuntura el
concejal de deportes improvisó un minimaratón.
- Atención, atención -escupieron
los altavoces de la plaza-. Los voluntarios para la ambulancia que pasen por el
estrado.
En cuartillas escritas con betadine, se confeccionaron unos dorsales
provisionales que se fueron pegando a las espaldas de los participantes. El
concejal arrebató el arma al suicida, muy decaído por el poco caso que se le
hacía, y dio el pistoletazo de salida. Mientras tanto, la alcaldesa, ya
repuesta del susto, guardó sus encantos respiratorios, ayudada discretamente
por las manos de hábiles cirujanos.
- Mi Vuitton, mi Vuitton -reclamó,
ansiosa.
- Eh voilà -se lo entregó el señor
cónsul.
Nerviosa, sacó un peine y se atusó el pelo. La laca pudo más y el peine
quedó sin dientes.
- ¡Vaya por Dios!
Muy veloz debió de correr el dorsal 33 pues al cabo de hora y media
llegaba la ambulancia. Subieron a Carlitos, se olvidaron del tuerto del bombo y
la alcaldesa se resistió. Restablecido el orden, el público volvió a pedir la
cabeza del artista, pero éste, muy alicaído, ya se había retirado a su casa.
Aurelia, visiblemente baldada, con el rimel corrido y sus pestañas
despegadas, se acercó al micro. Un municipal se apresuró a manipular el soporte
y dejarlo a su altura; por mucho que lo bajó no fue suficiente. La alcaldesa
optó por cogerlo con la mano.
- Ciudadanas y ciudadanos -dijo
con el gracejo varonil que embelesaba a sus seguidores-, el calcetín
hiperrealista que acabamos de inaugurar tiene múltiples significaciones...
- Aurelia, que te pierdes -le
avisó discretamente Casimiro.
- Puede que tengáis razón
-corrigió sobre la marcha- y el artista haya abusado en eso del olor
nauseabundo.
- Síííí -se oyó un sí larguísimo
como surgido de una sola garganta.
- Puede que no estéis al tanto del arte post-corrupcional hiperrealítico;
por eso os pido un poco de paciencia. Ya veréis cómo, con el tiempo, acabáis
por acostumbraros… Y, ahora, ¡todos al autobar!
El autobar era un invento de Aurelia. Se trataba de un camión cisterna
(camión nodriza, más bien) de 20.000 litros de capacidad y 150 grifos por
banda. Según la época del año y la circunstancia del evento, se llenaba de
cerveza o de horchata. La bebida era gratuita y se podía beber a discreción. Se
producían largas colas y, como es natural, líos y altercados. A pesar de los
inconvenientes, el autobar tenía muchas más ventajas. La alcaldesa, al ver
correr los ríos de horchata y el barullo y las bofetadas que se daban, sonrió
beatíficamente:
- En el fondo, son comos niños
-comentó con una pizca de malicia a su secretaria- A todos les gusta
chupar del bote.
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