¿LA CANONIZACION DE UNA
CRUZADA?
El 13 de octubre de 2013 tendrá lugar en Tarragona la ceremonia
de beatificación de mártires del s. XX a
España.
Los mártires merecen toda nuestra consideración y respeto. No puedo decir
lo mismo de los organizadores del magno evento y la finalidad que se proponen. Aquellos
sacerdotes, religiosos y seglares murieron por su fe. No cabe la menor duda. “¿Por qué tenemos que huir y escondernos,
si no hemos hecho mal a nadie?”, se preguntaron. Esa pregunta,
precisamente, es la que Rouco, con
la Conferencia Episcopal bajo sus órdenes, no ha explicado ni dado cumplida respuesta.
¿Por
qué tanto odio contra los curas y la religión?
He aquí una de las explicaciones
simplistas que se ha dado: “Tanto odio se debió a la ignorancia y poca
educación de esa gente. Si a eso se une su falta de conformidad con la voluntad
de Dios… Sin la Ley de Dios y los buenos principios de la religión, frenos que
reprimen los malos instintos, no es de extrañar que aflorase el resentimiento y
la envidia. El odio acabó arrasándolo todo: vidas y bienes”.
El papa Wojtyla llegó a la conclusión de que la Iglesia debía pedir perdón
sin exigir nada a cambio. Sus viajes, demasiado teatrales, también estuvieron
acompañados de los mea culpa que
entonó públicamente. Recuerdo sus palabras en Moravia, en mayo de 1995: Hoy
el papa de la Iglesia de Roma, en nombre de todos los católicos, pide perdón
por los males que hemos causado a los no católicos. Y este mea culpa, en términos más o menos
parecidos, lo repitió un centenar de veces. Esta actitud de Wojtyla ni fue sugerida por su Curia ni
secundada. Por el contrario, hubo cardenales que la criticaron duramente,
inquietos y desorientados ante la perspectiva de que la Historia de la Iglesia
fuese interpretada como una serie ininterrumpida de culpas y pecados.
Hasta ese momento, ni un solo
episcopado había hecho una relectura crítica de la historia de la Iglesia en su
país, ni se había atrevido a hacer declaraciones equivalentes. Al día de hoy, el
episcopado español, con Rouco a la cabeza,
ni siquiera se lo plantea, sigue mirando hacia otra parte.
En la Jornada Jubilar del Perdón
que tuvo lugar en la plaza de san Pedro el año 2000, Juan Pablo II, en nombre de toda la Iglesia, imploró la
misericordia de Dios por las omisiones y los pecados con los que
los católicos se habían manchado las manos.
El episcopado español actuó de manera ejemplar
durante aquella santa cruzada. Erre que erre, se empeña en defenderlo el
episcopado español de ahora. Hizo todo lo que estuvo de su mano para evitar el
desastre que al final sucedió. Su actitud fue la correcta. No hay más que leer
las cartas pastorales de aquellos años, y sobre todo la colectiva de 1937.
No quiero entrar en disquisiciones
sobre la cruzada, como el cardenal
Gomá calificó la sublevación de Franco y la guerra civil subsiguiente. Cuando
cada cual ya tiene tomada su posición, las discusiones sólo sirven para enervar
los ánimos. Apoyándome, sin embargo, en la campaña
del perdón de Juan Pablo II,
quiero hacer una breve reflexión sobre el caso particular de España.
Si estudiásemos, al pie de la
letra, la famosa carta colectiva de los obispos españoles, sin tener en cuenta
otras fuentes y otros hechos, llegaríamos a la errónea conclusión de que nuestros obispos nunca habían roto un plato.
Yo propondría, ahora mismo, incoar el proceso de canonización de todos aquellos
venerables obispos. Según ellos, la
Iglesia no tuvo nada que ver con el odio y la ferocidad que se desató contra
ella. No obstante, tengo para mí, que aquella
Iglesia no fue tan inocente como se la retrata. Si la Iglesia jerárquica hubiese
predicado y vivido el Evangelio, si hubiese hecho su opción preferencial por los pobres, ¿los desheredados, los marginados,
se hubiesen revuelto contra ella? Los obispos españoles no hicieron esa opción
sino la contraria. Lamentablemente; equivocada todas luces. Se aliaron, sin
escrúpulos, con los ricos y los poderosos de este mundo; como después hemos
visto que han hecho los obispos de otras partes (con honrosas excepciones): en
Chile y en Argentina, por ejemplo.
Si los obispos hubiesen aplicado la
teología de la liberación (que antes de que los teólogos diesen con ella, bien
clara y manifiesta aparece en el mensaje de Jesús)… Si se hubiesen puesto de parte de los pobres, otros hubiesen sido los verdugos de esos
sacerdotes mártires (Me viene a la memoria el caso del arzobispo Oscar Romero).
La Iglesia española, desde siglos atrás, siempre estuvo de parte de los ricos y
de los poderosos.
Con ocasión de la magna
beatificación de mártires que tendrá lugar en Tarragona, habrá que recordar lo derechona que siempre ha sido la
Iglesia. Pío VI se opuso a la “Declaración de los derechos del hombre”
por considerarlos un ataque a la religión. Aquella postura papal, que hoy sería
insostenible, se mantuvo durante el siglo XIX y fue la doctrina oficial que
aplicaron todos los episcopados, incluido el español. Las clases altas y
adineradas de la sociedad (desde siempre unidas a la Iglesia), tampoco
aceptaron la Declaración de los derechos
del hombre. León XIII, en su
encíclica Quod Apostolici, se
lamentaba de que los socialistas afirmasen que todos los hombres son por naturaleza
iguales. ¡Qué monstruosidad, todos los hombres son iguales! Pío X, asustado, enseñaba en su
encíclica Vehementer que el derecho y
la autoridad residen en solo la jerarquía. ¡No en el pueblo sino en la
jerarquía! En cuanto a la multitud (¿masa?,
¿populacho?), ese santo pontífice enseñaba que no tenía otro derecho que dejarse conducir y seguir dócilmente a sus pastores. ¡El pueblo
sin derecho a opinar y decidir; rebajado a la condición de rebaño! Estas
doctrinas pontificias, y otras peores, alimentaron a obispos y clérigos hasta
el final de la segunda guerra mundial. ¿Es de extrañar que en ese contexto
histórico, en semejante ambiente, apareciese gente desarrapada, impíos e iconoclastas, que cuestionase
esas reglas sagradas que les perjudicaban, y las hiciesen saltar por los aires?
¿Cómo iban a admitir que la pobreza y la miseria había que soportarlas con
resignación porque esa era la voluntad de Dios? ¿Cómo iban a aceptar que las
desigualdades e injusticias formasen parte del orden natural de las cosas? No
nos extrañemos, pues, que la Iglesia que sembró aquellos vientos recogiese esas
tempestades. Así lo advertía ya la Sagrada Escritura: el sembrador de vientos recogerá torbellinos para su ruina.
El odio y la barbarie de esas masas
lo sembraron los obispos con su adoctrinamiento asfixiante y su comportamiento
antievangélico. ¿No se ha preguntado, alguna vez, el cardenal Rouco o su fiel escudero, monseñor Martínez Camino, el tinte político y
reaccionario que podía tener aquel ¡Viva
Cristo Rey! que gritaban los mártires ante el pelotón que los ejecutaba? ¿Insinúo
que los obispos fueron los verdaderos verdugos de esos mártires? Verdugos suena
demasiado fuerte, pero algo de culpa sí que tuvieron.
Reconozcan los obispos de hoy (siguiendo
el ejemplo del papa Juan Pablo II)
la culpa, error, desidia, o como se quiera llamar, que tuvieron los obispos de
ayer. La sangre de esos mártires que tan fastuosamente se van a beatificar
también les salpica a ellos. Echo de menos que los obispos españoles no hayan
aprovechado este magno acontecimiento para entonar públicamente su mea culpa, siguiendo el ejemplo de Juan Pablo II. Sólo en ese contexto, la beatificación de estos mártires cobraría
algún sentido y sería provechosa para todos. Sin embargo, han utilizado a los
mártires para sus intereses políticos, para reforzar su poder y apuntalar una
Iglesia que se tambalea.
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