Comulgar con ruedas de molino
El cardenal Stanislao Dziwisz, arzobispo de Cracovia y secretario del papa Wojtyla, quiere hacernos comulgar con
ruedas de molino. En su libro “He vivido
con un santo” afirma con aplomo y cinismo que Juan Pablo II nunca supo la verdad sobre las inmoralidades de Marcial Maciel, fundador de los
Legionarios de Cristo. Ni siquiera oyó rumores. No sabía nada, absolutamente
nada. Y echa toda la culpa a la estructura burocrática vaticana, como si él no
hubiese formado parte de esa Curia
Romana que ahora culpabiliza.
Me he preguntado muchas veces
cuántas toneladas de tierra utilizó Juan
Pablo II para tapar los crímenes de pederastia de Marcial Maciel, íntimo amigo suyo y gran benefactor de la Curia
Romana… Por si no fuese suficiente, lo honró en público como “guía de la juventud”.
El penoso affaire del fundador de
los Legionarios aún colea y salta a los periódicos de vez en cuando. Ahí están las
numerosas víctimas (niños o jóvenes seminaristas), adultos ahora, que creyeron
ingenuamente que en Roma encontrarían a la madre protectora. Una tras otra
fueron enviando sus denuncias al Santo
Oficio de Ratzinger. Las víctimas relataban cómo el padre Marcial Maciel les sellaba los labios,
recordándoles la promesa de guardar secreto y de obedecer que habían hecho. El
padre Marcial Maciel esgrimía el
perverso axioma (una y mil veces repetido en el confesonario y en las pláticas
como doctrina incuestionable) de que el que obedece nunca se equivoca. Había
que obedecer al superior, aunque mandase cosas pecaminosas, porque tenía el don
del discernimiento y, en último término, porque representaba a Dios. A los
adolescentes, desarmados de ese modo, se los llevaba a la cama. Les decía que
las masturbaciones, felaciones y otros juegos más osados a los que los sometía,
se los habían prescrito los médicos porque no encontraban otro remedio para
calmar sus dolencias crónicas. Además (les mentía) contaba con la dispensa de Pío XII y de los otros papas que
vinieron detrás. Tras someterlos a las vejaciones sexuales, Marcial Maciel los tranquilizaba
paternalmente: “No te preocupes, hijo
mío. Para que te quedes más tranquilo y sin remordimientos de conciencia, yo
mismo te doy la absolución”. Y los mandaba luego a misa, y ponía en sus
bocas la blanca hostia.
Las denuncias contra Marcial Maciel llegaron al Vaticano. El
cardenal Ratzinger, entonces prefecto
del Santo Oficio, ¿no informó al Juan
Pablo II con quien despachaba semanalmente? ¿O fue Wojtyla quien ordenó que no se les diese curso? Las denuncias quedaron
en papel mojado, olvidadas sine die…
Por favor, monseñor Stanislaw Dziwisz,
no nos tome por imbéciles y no pretenda hacernos comulgar con ruedas de molino.
Este cardenal polaco, hipócritamente, se echa las manos a la
cabeza, escandalizado: ¡Juan Pablo II es
un santo, si lo sabré yo; él jamás supo nada de pederastas, como tampoco supo
nada de Reagan ni de la CIA, ni de Pinochet, ni de los eventos de Nicaragua
(caso de Ernesto Cardenal) y de El Salvador
(caso del arzobispo Romero), ni de la Teología de la Liberación, ni de
la Sluba Bezpieczenstwa (la terrible policía secreta del
antiguo régimen comunista, de la que un 10% de los clérigos polacos fueron
colaboracionistas), etc. etc. Ese es
el núcleo biográfico que retrata al papa Wojtyla
tal cual era. Ahí se ve, con hechos incontrovertibles, que Juan Pablo II no fue un papa pastoral sino un papa político, un
papa iluminado, ultraconservador, tremendamente terrenal y ansioso de poder. ¡No
supo nada, absolutamente nada! ¿Qué hacía, pues, un papa tan avispado como Wojtyla?
En el Vaticano (la institución
mejor informada del mundo) todo, absolutamente todo, se sabe. Ahora bien, cada
cual miran las cosas con la perspectiva del propio interés y medro. Se callan o
se destapan según los beneficios personales que puedan acarrear.
¿A cuantos cardenales no habrá comprado
el tal Marcial Maciel a golpe de
talonario de cifras millonarias? ¿A qué viene ahora eso de que Wojtyla no sabía nada? Alguna parte de
culpa le corresponderá también al fiel secretario, hoy cardenal. El papa Wojtyla encubrió hasta su muerte a su amigo
Maciel. Impidió que se le abriese
proceso alguno. A causa de su connivencia con la pederastia y del consiguiente
desprecio y falta de caridad hacia las víctimas, Juan Pablo II no es merecedor del honor de los altares.
El cardenal Dziwisz nunca me cayó bien; y creo que no soy el único. Para los
curiales del Vaticano, monseñor Stanislaw
Dziwisz, secretario del papa Wojtyla,
siempre fue la persona más desconcertante de los cortesanos que le rodearon.
Desde el mismo momento que este papa tomó posesión de los palacios apostólicos,
se encargó de espantar a los italianos que integraban “la familia pontificia” y
sustituirlos por polacos. Él mismo se convirtió en cabecilla del “clan de los
polacos”, camarilla hermética que, a lo largo del pontificado, fue adquiriendo
más y más poder.
Karol Wojtyla, siendo arzobispo de Cracovia, había escogido para
secretario personal al joven Stanislaw
que aún no había sido ordenado in sacris.
Desde entonces siempre estuvo a su lado, vivió bajo el mismo techo, lo acompañó
en todos sus viajes, se convirtió en su sombra. Como declaraba un arzobispo
polaco, habitual comensal del papa, Stasz
(como familiarmente lo llamaban los más íntimos) era su confidente, su asesor,
su amigo entrañable a quien el papa quería como un hijo. A medida que fueron
pasando los años, monseñor Dziwisz acaparó
competencias que superaban con creces las específicas de un secretario. Pasó de
ser su fiel perrillo faldero a ser su perro guardián. A medida que las
facultades del papa mermaban, las de su valido fueron creciendo. Monseñor Dziwisz se hizo imprescindible. Conocía
como nadie los hábitos de Wojtyla y,
lo que es mucho más inquietante, conocía su mente. (¿La manipulaba?). Dziwisz estaba con el papa todo el día:
comían, paseaban y rezaban juntos. Como comentaba ese comensal polaco al que me
he referido antes, en los appartamenti di
terzo piano vivían el
papa y Stanislaw; luego, todos los
demás. De estar hoy en uso el nepotismo como en otros tiempos, quién sabe si
este personaje, mediocre, oscuro y reservado, hubiese acabado heredando el
trono.
Monseñor Dziwisz siempre me recordó, mutatis
mutandis, a sor Pascualina,
aquella extraña e inquietante monja que llegó a tener tan gran ascendencia
sobre Pío XII que los mismos
cardenales debían acudir a ella para solicitar audiencia. Con los años, la
monja concitó tanto resentimiento que, apenas muerto Pío XII, los cardenales la echaron del Vaticano a cajas
destempladas. Monseñor Dziwisz no ha
salido del Vaticano con las manos vacías, como sor Pascualina. Ratzinger le
regaló el arzobispado de Cracovia y un capelo cardenalicio como recompensa
a los servicios prestados.